Libros americanos. Plática de libros
–Cómo se imprime un libro en los Estados Unidos.
¡Qué nítidos, qué hermosos, qué convidadores son los libros que se imprimen en los Estados Unidos! Suele faltarles margen, como a los de Barcelona; suelen parecer muy cargados de letra, y como si pesasen más de lo ordinario las ideas que llevan dentro; y es cierto que de prensa americana no ha salido cosa tan bella como el volumen en que imprimió hace dos años en Bolonia sus poderosas “Odas bárbaras” el magno Carducci, ni como esos dieciseisavos deliciosos en que andan ahora las “Lettres de Mon Moulin,” azahares del talento caluroso de Alphonse Daudet; y “Madame Bovary,” el libro honrado y robusto de Gustave Flaubert; y los versos, pálidos y nubosos como el ajenjo, desgarradores como la mirada de una novia que al llegar a su altar hecho pedazos viese caer al suelo como una estatua de polvo a su desposado,?de Alfred de Musset:?¡Pobre poeta! se desearía tener siempre cerca su sepulcro, para sentarse a sus bordes a menudo, y besarle la frente!
Pero fuera de estas joyas de librería, no dan las prensas de país alguno tanto libro sólido, claro y perfecto. La obrilla más ruin, el más llano catálogo, el folleto veloz y levantisco, que hoy hiere y mañana ya es perdido, y pisoteado en el ardor de la batalla,?están impresos de manera que invitan a escribir, por ver en molde tan gallardo los propios pensamientos, que parece que ya han de ser tenidos como buenos, de ir tan garbosos.
Pero, antes de que lo lleve la fortuna a manos piadosas o brutales, ¡cuántas manos, y cuán diestras y beneméritas, ponen sus artes en el libro! ¡Qué séquito de inventos! ¡Qué lujo de máquinas, estos obreros de hierro! ¡Qué minuciosos y artísticos cuidados del formador, del preparador, del prensista, del obrero-hombre, máquina por ninguna otra vencida! Primero es la reducción del manuscrito a tipo; luego su ajuste en máquinas; luego el moldeo de las letras en planchas sólidas, su nivelamiento luego, para que la página sea tersa; su paso por la prensa de Adams cómoda, o la más activa del cilindro doble; el secamiento de la página rugosa en la prensa hidráulica, o por rodillos de acero caliente, que la dejan más lisa.?se llena el pecho de amor viendo a tantos hombres trabajar en el pensamiento!
Una pistola hace temblar. Todas debieran descargarse sobre el primero que la usó.?Un libro, aunque sea de mente ajena, parece cosa como nacida de uno mismo, y se siente uno como mejorado y agrandado con cada libro nuevo.?Bien es que entre los libros, porque no hay serie de objetos inanimados que no refleje las leyes y órdenes de la naturaleza viva, hay insectos:?y se conoce el libro?león, el libro?ardilla, el libro?escorpión, el libro?sierpe.?Y hay libros de cabello rojo y lúgubre mirada, como aquel hijo de Milady en ese poema de Dumas que llaman novela: “Los Tres Mosqueteros”: y hay libros repugnantes como sapos.
No salen por cierto de prensas de madera, muy parecidas a una silla de canónigo, como aquella que usó Franklin,?los libros que por centenas cada día, en tal abundancia que no hay conocimiento humano que no esté en ellos ya especializado y diluido, brotan de las imprentas nunca desocupadas de Boston, New York y Filadelfia:?que en Chicago, imprimen poco. Ni se parecen las bien pobladas librerías de hogaño, en que campean:?sobre tallados anaqueles en imperial volumen los versos hondos de Edgar Poe, los resplandecientes versículos de Emerson, la pintoresca y novísima Historia del pueblo de los Estados Unidos, de John Back Mc Master?a aquellas otras escuetas de ha cien años, guardadas a ambos lados por grabados de colores que representaban la piedad de los africanos y las brutalidades de la trata, y en cuyas tablas ponderosas, perfumadas por el aroma de rosa de damasco y amable madreselva que de la ventana eran señoras, reposaban, no sin haber sido leídos antes por toda la familia, los “Pensamientos Nocturnos,” el “Mejoramiento de la Mente,” de Witt, “Los temibles efectos del Papado” y el “Mc Fingal,” de Turnbull:?que el que todo esto sabía, era sabihondo.
Ahora no:?ahora, ni las madreselvas dan ya el mismo perfume; ni se tiene la buena costumbre de leer repetidamente un número escaso de perfectos libros, de esos buenos que son todo meollo y savia; ni los tiempos, y lo que piden de los hombres, quieren menos que esas prensas colosales que en el espacio de una hora sacan de una tira de papel de cuatro millas de largo veinte mil periódicos:?y libros, casi tantos.
Es un ejército una imprenta.?Y como una estrella en una cueva?y una flor, suele verse al pie de una prensa jadeante una delicada mujer joven que echa la tinta en los cilindros, o un pequeñuelo de blusa tiznada que lleva en las manos una brazada de odas.?Pues, ¿quién dice que la poesía se haya acabado? Está en las fundiciones y en las fábricas de máquinas de vapor: está en las noches rojizas y dantescas de las modernas babilónicas fábricas: está en los talleres.
Cuatrocientos, quinientos obreros tienen en New York algunas imprentas.?Las cajas están llenas de tipos de Bruce, de Farmer Little, de Hoe & Co. Cada sala tiene su capataz, que distribuye el trabajo, y manda humildemente.?¡Es vieja ya la idea del mando!?Manda sólo, y mandará siempre de veras, el que haya traído consigo de la naturaleza el derecho de mandar.?Y el más cortés, es el mejor obedecido.
“Takes,” tomas, llaman en los Estados Unidos a la cantidad de material que se da a cada cajista para su conversión en páginas de plomo. Original le llaman con sobrada bondad las imprentas que hablan lengua española. Y en México, le llaman “hueso”. De tenerlo que roer le han dado este nombre.
De sus compartimientos en la caja van las letras, ordenadas por la ágil mano derecha del cajista, al “componedor,” que las recibe en la mano izquierda. A cada dos o tres páginas de material, que se truecan en unas veinte “líneas” de letras de plomo en el componedor, el cajista saca las líneas del componedor lleno, y las pone con cuidado en la “galera,” larga y estrecha plancha de metal, en figura de columna de periódico, con un borde de media pulgada de alto en sus lados y cabeza: y luego viene el amarrar y ajustar cada galera para “sacar” las pruebas de prensa, a fin de que las vea ya limpias y espulgadas de meras faltas de imprenta el autor.