Sus primeros años.–Aventuras de colegial.–Con los indios.–En la gran guerra.–Asalto de una montaña.–Mando en jefe.–La caballería antes y después de Sheridan.–La carrera del caballo Rienzi.–De la derrota a la victoria.–La campaña del Shenandoah.–Carácter de Sheridan.–El militar en la República.
Señor Director de La Nación:
Ha muerto Sheridan. La cabeza redonda, pelada al rape, pesa sobre el cojín, como una bala de cañón: la mujer, de rodillas, lo ase en vano del hombro que ya no cargará más que una vez, en la ceremonia funeral, la hombrera de oro: allá, dentro del pecho gigantesco, las válvulas de la aorta y de la arteria pulmonar barbullen, como el vapor que busca puerta, y al fin callan: la esposa rueda sin sentido a los pies de la cama en que acaba de morir el que a los quince años ganaba dos pesos al mes midiendo cintas en la tienda de su pueblo y a los treinta y tres era general de caballería a la derecha de Grant, azote del ejército épico del Sur. No pensaba al morir en la tarde en que, monte arriba, cargó contra los confederados, seguros en las rocas de Missionary Ridge, y los echó, casi riendo, de su nido de águilas: no pensaba en la batalla de Stone River, cuando resistió con su izquierda al empuje de los rebeldes, orgullosos de haber puesto en fuga de una pechada: la derecha y el centro de Rosecrans, perdido en tácticas: no pensaba en su arrogante Rienzi, su retinto de cañas blancas y de larga cola, que en un salto de catorce millas cayó de Winchester, donde se supo la derrota del ejército, en Cedar Creek, donde con el caballo negro apareció la gloria: no pensaba en los días ensangrentados en que en el cielo carmíneo del invierno reflejaba sus últimas luces en los montes de muertos donde azules y grises, roto el fusil y asiéndose la garganta, yacían entre mochilas y cureñas, con los pies en el aire, como las greñas de una loca, o hundidos cabeza abajo, con la nieve al pescuezo: no pensaba en sus fieras correrías por el valle asolado de Shenandoah, sin más luz en el aire frío y turbio que las llamaradas moribundas de los graneros y cortijos, ni más piedad que el meter los sables hasta el puño, ni más yerba que la ceniza. «¡Felipín!… ¡Felipín!…» decían aquellos labios que supieron en vida más de juramentos que de ternuras: y buscaba con la mano la cabeza de su hijo de siete años: «¿Me conoces? ¿me conoces?…», le preguntaba su mujer hermosa, hija de militares, solicitando con los ojos locos aquella mirada desvanecida: «¡Felipín! … ¡Felipín! …» Y buscaba con la mano la cabecita rubia.
Ayer aún regía el ejército, con el grado sumo de general, que sólo Washington, Grant y Sherman han tenido antes,?aquel hombre de cuerpo singular, coloso del cinto arriba y del cinto abajo enano, que en la guerra ganó fama de héroe por el ímpetu y brillo de sus ataques, y con su respeto a la República supo luego en la paz conservarla. Ayer aún lo saludaban al pasar los vítores entrañables de los soldados a quienes en los días de la guerra ayudó a sacar del fango los carros atascados, con la misma mano que de un latigazo echaba al recluta despavorido sobre las filas: las mujeres dejaban caer sus ramos de flores, en la fiesta con que Filadelphia celebró el centenario de la Constitución, al paso de su caudillo favorito: los niños, que leen en sus libros de escuela el cuento maravilloso de la carrera de Rienzi, entorpecían con banderas y coronas el andar de su caballo favorito: allá iba, cargado de honores, el creador de la caballería, el enemigo de verter sangre inútil, el verdadero vencedor de Lee, el jinete pintoresco, el general romántico. Pero aquella cabeza no se inclinó para dar gracias, ni el caballo caracoleó, ni abatió la espada, sino al pasar junto al estrado del Presidente de la República: ¡traidor es el que recibe homenajes para sí, frente al que en su persona lleva encarnada la patria: te defendí ¡oh patria! en la hora de la necesidad; pero no te perturbaré en la hora de la paz con mi ambición porque me diste vida para defenderte, y ocasión para ganar gloria, ¿haré yo de mi valor ¡oh patria! un látigo, y de ti haré mi caballo??Así no habló Sheridan, que no era hombre de palabras finas; pero obró así, que es mucho mejor que hablar. Y cuando vino de saludar al Presidente, pareció como que venía de otra victoria.
Y hombre más militar jamás lo hubo, ni más resuelto en los combates, ni más amigo de las cosas de la milicia, con aquel tanto de desdén del militar por quienes no han puesto como él el pecho ante la muerte. El peligro es como una investidura: tienen como majestad los que se han visto en riesgo de morir: la hermandad de los que han afrontado el peligro, anuncia que en la muerte están de veras la concordia y reposo que en la existencia se anhelan en vano: de todos los camaradas los más amigos son los conmilitones, que se celan y aborrecen cuando disputan entre sí un premio apetecido, pero se ligan tácitamente, con una lealtad rayana a veces en crimen, en cuanto el país amenazado por su preponderancia se dispone a poner coto a los que quieren volver contra él la gloria y privilegios que le deben. ¡Pelear es una cosa, y gobernar otra! Subordínese, decía Sheridan, el empleo militar, que es el agente de la ley, al gobierno civil, que es la ley. La guerra no inhabilita para el gobierno; pero tampoco es la escuela propia del arte de gobernar. Yo sé aterrar de un terno a un escuadrón, y de una galopada entusiasmar a un ejército; pero de los elementos nacionales, de la mezcla sutil y lenta de las razas, de los celos y arterías que suscitan a los pueblos nuevos sus rivales, de las leyes de hacienda y de la gestación social, de los problemas de la industria y los caminos del comercio, ¿qué sé yo? ¡Yo no he leído nada de eso en mi sable! «Muchachos, con el brazo alzado digo que desea mi mal el que me quiere sacar de mi gloria tranquila para llevarme a dar tumbos de acróbata en la Presidencia de la República: ¡por la ley y por la paz, muchachos!».