Es posible relacionar a José Martí (1853-1895) y a Salvador Mendieta (1879-1958), héroe de la libertad de Cuba el primero y adalid del ideal centroamericanista el segundo, quien declaró que moría en “la más cerrada y hostil incomprensión”.
Es claro que fueron muy diferentes los ámbitos en que actuaron estas dos figuras históricas, por lo demás demasiado desiguales, ya que la magnitud continental de la primera no puede compararse a la ístmica pequeñez de la segunda. Si Martí centró su objetivo en una de las últimas colonias o posesiones de la decadente y deteriorada España a lo largo del siglo Diecinueve, Mendieta lo concretó en la Centroamérica dictatorial de la primera mitad del Veinte.
Sin embargo, sus dimensiones tuvieron un común denominador: el apostolado político. Cada uno fue, representando intensamente ese papel, apóstol de su causa.
Martí trasladó al plano de la concepción social su pensar religioso, como lo expresa en una de sus máximas claves: En la cruz murió un hombre un día; en la cruz ha de aprenderse a morir todos los días. Y Mendieta asumió como razón vital el unionismo centroamericano, aunque recurriendo a una rimbombante propaganda, una vez formado en Guatemala donde la juventud, a partir de 1871 —año del inicio de la reforma liberal de Justo Rufino Barrios— respiraba el aire de la unión.
Más aún: liberales románticos y republicanos convencidos, partían de una estructura ética e ideológicamente ecléctica, propugnando una mejor distribución de la riqueza y la autoconvicción que identifica a los elegidos.
Desde el principio de sus vidas, ambos proyectaron la imagen de redentores de sus pueblos. En el caso de Martí no hubo traición a esa imagen que respondía a su propia realidad; en cambio, la práctica política de Mendieta —de acuerdo con la diatriba de su biógrafo Juan M. Mendoza, coetáneo y coterráneo— era falsa.
El mismo Mendoza, que lo conoció en la intimidad, consideraba que su impulsiva furia montalvina solo servía para fustigar al pueblo centroamericano; de ahí que definiera su personalidad con estos adjetivos: colérico, ególatra, jactancioso, pérfido y rencoroso.
Pero Mendoza no podía negar la formación de Mendieta, guiada por los ensayos El criterio de Jaime Balmes (1810-1848), El carácter de Samuel Smiles (1812-1904), Ella de Henry Rider Haggard (1856-1925); y sus planteamientos básicos: la percepción moral —a través de la educación popular, la eliminación de la pasión religiosa heredera de la época colonial y los históricos vicios sociales: caciquismo, favoritismo y “la abulia colectiva, profunda y crónica.”
Sin duda, las ideas de Martí continúan siendo trascendentales. Aunque creyente en un orden universal subordinado a Dios y de raíces cristianas, su weltanschauung —antropocéntrica y laica— la canalizó en una “religión”: el patriotismo.
Sus propias palabras lo revelan: La patria es agonía y deber. Ahora bien, este patriotismo no se explicaba sin la causa de la independencia de Cuba: patria que era el altar donde el hombre debía ofrecerse en sacrificio. Y así lo hizo a los 42 años.
Por el contrario, Mendieta tatarateó demasiadas “palabras huecas que hablaban de una aparatosa fraternidad” con el fin de llevar a cabo su fantasía de ser “Presidente de Centroamérica”, más coincidiendo con Martí en el sustrato ético. Por algo otro libro de cabecera del nicaragüense era El hombre de bien, de Benjamín Franklin (1706-1790), que ejerció una poderosa influencia definitiva en su pensamiento.
Otra fuente que tuvieron en común, citada en sus páginas autobiográficas por Mendieta, fue el “genio filosófico” de José de la Luz y Caballero (1800-1862). Este fue un formador de hombres de quien Martí absorbió su prédica axiológica —la defensa del decoro, la honradez, la inteligencia insobornable y la justicia— a través de su maestro Rafael María Mendive (1821-1886), discípulo de aquel y cuyo ejemplo se remontaba al de otros exégetas de la patria y la rectitud, la decencia y la hombría de bien. O sea: a toda una tradición de magisterio moral.
He aquí el sustrato ético de la estructura mental tanto de Martí como de Mendieta: del gestor cohesivo de la cubanidad y del iluso unionista de nuestro tiempo. Uno todavía es actual: late en el corazón de todo cubano, independientemente de su filiación “tiria” o “troyana”; el otro yace en el olvido más rotundo y redondo. Apenas en 1964 fue colocado un medallón en la entrada principal de la Colonia Centroamérica, aquí en Managua, construida precisamente en su memoria.