Ha vuelto a pisar la tierra del Norte, en busca de la salud cedida en el trabajo noble y asiduo de los campos de Honduras, el vehemente y fiel polaco, el cubano indomable y fidelísimo que trajo a la guerra de la libertad, la guerra de un país donde él no había nacido, su juventud y su fortuna; que con lágrimas viriles, en los banquetes rústicas y grandioso de los días de Guáimaro, recordó, con el arma cubano al corto, la agonía de Polonia; que jaqueó y contuvo tantas veces al enemigo que no le pudo vencer la astucia ni el valor; que midió a palmos, con un caballo que no tropezaba, el territorio de las Villas; que al día’ siguiente de capitular, se palpó el uniforme, y vio que tenia aún tela para otra campaña, y empezó a organizarla; que echado al Norte, se sentó, de secretario del cubano que lleva una estrella en la frente, a reorganizar, con más empeño que fortuna, la guerra frustrada; que al caer la tentativa, fue a pedir el humilde sustento a Centro América generosa, al trabajo, al arado; que al desembarcar en Nueva Orleans, de los brazos cubanos en que cae, va a la casa cubana, a la casa de «Los Intransigentes», y allí, como curado de todos sus males al vernos de nuevo en ceso de la gloria ofrece, entre sus compatriotas que lo oyen de pie, usa brazo y su sangre a la libertad cubana».
Hablen los que lo vieron llegar, hable la carta del bueno, del infatigable Frayle. «Tenemos entre nosotros al bravo general que se dirige a ésa. El general visitó nuestro club a invitación del presidente, Y en sesión extraordinaria, el día 29, rayó muy alto el espíritu de cordialidad y unión entre los miembros del club, y se evocaron con verdadero entusiasmo los recuerdos de gloria de la década activa en la que el pueblo, rifle al hombro, luchó por su libertad y su honra en la independencia
En cortísimas frases, pero expresivas y limas del más elocuente y puro sentimiento, dijo el general Roloff que lo mismo que había ofrecido a Cuba sus pobres servicios, y su vida, en la guerra pasada, ahora, o en cualquier tiempo que Cuba lo necesite, y siempre que sea serio y unido el trabajo revolucionario, él ofrece su braco y su sangre a la libertad cubana».
Roloff viene a New York, a la ciudad misma donde guardó celoso la bandera caída, en el ansía de volverla a desplegar; donde, sin curarse de nieves ni pobrezas, urdía, a solas con su pluma activa, la trama revolucionaria; donde estuvo, leal como un hijo, hasta que perdió su última esperanza. Los que a su lado procurábamos, viendo como la guerra chispeaba, poner juntos, con alma buena, y noble fin, sus componentes más tenaces que unidos; los que desde entonces abríamos a la sangre inevitable el cauce firme, y de limo fecundo, de las libertades públicas; los que de la guerra hemos visto siempre los peligros tanto como las grandezas, y hemos tratado de componer y acrecer éstas de modo que aminoren, o anulen, los peligros; los que, helada sobre helada, le veíamos a Roloff el alma indómita, el tesón habilidoso, el trabajo continuo, la mirada centelleante, recordábamos en él a aquella Polonia insigne que tampoco ha rendido la bandera, a la Polonia vencida por sus propias castas, más que por el ruso Muoravieff, a la Polonia conmovedora y heroica de 1832 y 1863, a aquellos héroes que el polaco de Cuba no sabia recordar sin levantarse de la silla.
En Roloff veíamos su patria imperecedera. El, como Czartorisky, habla aprendido la necesidad de fiarse del propio brazo más que de la esperanza canija en el auxilio del interés ajeno; él, como Langiewicz, sabía sacar en salvo la vida y el honor de en medio de los enemigos; él, como Dwernicki, conoce el arte raro de adelantar a la callada y arremeter a tiempo; él, como Mycielski, moría por un pueblo cuya lengua no había acabado aún de aprender. ¡Venga sin miedo Roloff a New York, que aquí no encontrará más que brazos abiertos!
Patria, 7 de mayo de 1892.