Monumento de los peregrinos. Los últimos indios

CARTAS NORTEAMERICANAS

Monumento de los peregrinos.–Los últimos indios.–Los Cristos del Sur

 Nueva York, 15 de agosto de 1889

Señor Director de La Nación:

Ni de las intrusiones de la política norteamericana en Haití; ni de las tres viudas del prestidigitador Irving Bishop; ni de la pelea de los electricistas contra el Brown que ha puesto a la electricidad de verdugo; ni de lo que adelantan el iracundo Foraker entre los republicanos, y el pensamiento de Cleveland en la masa del país, iban hablando el primero de agosto los descendientes de los peregrinos de la «Flor de Mayo», sino de la lástima de que les tocase mañana tan lluviosa para dedicar, con la oratoria de Breckinridge y la poesía de Boyle O’Reilly, el monumento de granito que al cabo de veinticinco años de fatigas, de peticiones, de regalos, de colectas, de limosnas, ha logrado levantar la sociedad de los peregrinos en memoria de aquellos bravos de bota y alabarda que se arrodillaron en la limpieza de la nieve a dar gracias a Dios, el 22 de diciembre de 1620, porque en la catedral azul del cielo podían orar como les dictaba la conciencia, con el amparo del mar de Plymouth, a la música de los pinos.

De todos los Estados fue gente de honor a la ciudad, que tiene lejos, por donde no se las sospeche, sus fábricas y factorías, para que no vea el visitante más que las casas señoriales, cercadas de olmos, donde viven, en arrogante soledad, los que aún llevan en los ojos aguileños, en la espalda cuadrada, en la mano poderosa, en el pie fuerte, marcas de aquellos a quienes no les fue obstáculo el saber de los libros ni la elegancia de las costumbres para echarse, mujeres y hombres, a la mar revuelta, en busca de una playa donde tuviera asilo seguro, so capa de libertad religiosa, la que bajo ellas les daba alientos para arrostrar la muerte: la libertad política. Bien lo dijo el poeta de la fiesta: «¡Aquí empezó el reinado de los hombres!»

Ya no es Plymouth el caserón de troncos donde se albergaron los peregrinos, con sus Priscillas y sus pequeñuelos, que eran cien por todos, y tan bravos que no se les encogió el corazón cuando los fríos los dejaron en la mitad, sino que los cincuenta siguieron derribando pinos y defendiendo el pueblo hasta que tuvieron la tierra de los alrededores repartida, y los solteros viviendo como de la casa con los matrimonios, que eran diecinueve con su casa de tablones para cada uno, en dos calles que hacían cruz, y en el mismo crucero la mansión del gobernador, que desde allí veía bien el entarimado de los seis cañones. Plymouth es hoy población de monumentos, y éste de ahora es de lo más alto en su especie, aunque no de lo más hermoso, con sus ochenta y un pies de alto, en la cumbre del cerro que impera sobre la bahía, y las cuatro figuras de la libertad, la moralidad, la educación y la ley puestas como baluartes y esquinas a la base cuadrada donde se yergue, con el brazo a medio alzar, la estatua de roca de la Fe, que por el cuello mide nueve pies en redondo, y trece por la frente, y treinta y seis de la fimbria del manto a la estrella que la corona. Y bajo cada figura de la base hay un relieve de mármol, que por su ejecución vale menos que por su asunto, como que en uno están los peregrinos embarcándose, rumbo a la libertad, en la rada de Delft, y en otro se les ve en el camarín de la «Flor», firmando el convenio de gobierno civil con que había de regirse la nueva comunidad: otro relieve pinta el desembarque, cuando el pastor se arrodilló sobre la nevada, para agradecer al cielo el arribo a una playa libre: en el otro mármol están los peregrinos de chambergo y vestón, tratando de paz con el indio, de plumas y pieles, el indio Massassoti.

¡Pero en este monumento tan trabajado, tan traído y vuelto a traer, con un relieve regalado por Massachusetts, y la estatua de la Libertad regalada por el Congreso federal; en este monumento de corte áspero y artes escolares, sin el soplo vivo de la magnífica rebelión que conmemora, no hay figura ni adorno donde se celebre la verdad y trascendencia de aquella peregrinación, que no estuvo tanto en la fe, sino en la independencia religiosa, por la cual se establece el derecho del hombre a pensar por sí en los asuntos que le atañen, y no acatar más rey en el mundo que el que le ha dado la conciencia por monarca! Y aun eso era cosa espiritual, que por su dignidad y alteza estaba fuera y por encima de la intervención del hombre, sin que el arte menor de gobernar los intereses terrenos de la comunidad, lleve la arrogancia hasta tomar bajo su ala de criatura a la casa del creador, ni su usurpación hasta presumir de alimentar y cuidar a la Iglesia, que no debe estar a sueldo de nadie, porque es como poner a Dios a pesebre y darle un pienso por la tarde, y otro por la mañana.

No eran aquellos peregrinos los puritanos de quijada fuerte y de mosquete al hombro que quemaban brujas y acribillaban a balazos a los cuáqueros, sino los que recibían a los cuáqueros prófugos con amor, porque con que el hombre fuese sincero, y con que padeciese por la libertad, ya era para los peregrinos religioso. En busca de puerto para ese derecho de creer fueron del norte de Inglaterra a Leyden y a Amsterdam: en busca de ese puerto virgen se fiaron a la mar en Delft, con su carga de arados, de escopetas y de Biblias: en busca de ese puerto venían cuando a bordo de la «Flor» reconocieron y firmaron que en las cosas del alma no hay más guía ni autoridad que la razón, y que sobre esa base de felicidad había de levantarse, sin ingerencia alguna en el gobierno ni especie de templo, la asociación que los peregrinos formaban para vivir y prosperar juntos donde el hombre pudiese vivir conforme a su naturaleza. Y en el camarín de la «Flor» quedó establecida para siempre la práctica sin la cual no puede haber pueblo dichoso, y aseguró a la vez la dignidad y la paz al hombre y a la religión: la separación de la Iglesia y el Estado.