[Fragmento]
[México, marzo-mayo de 1875]
Yo no sé con cuánta alegría repito yo muchas veces este dulce nombre de Rosario.
Un amor tempestuoso, quema. Un amor impresionable, pasa. ¡Qué firme, qué duradero, qué hermoso amor sería este que empezase con la confusión de dos espíritus, y la necesidad común de verse, y el creciente regocijo de hablarse, y fuese luego natural y gravemente mezcla tan sólida de espíritus, y costumbre de mirarse de los cuerpos, que fuera ya locura pensar en desunión y apartamiento!–Las almas se avecinan, los oídos se habitúan, los ojos se prendan, las bocas se enamoran, los dolores se olvidan, las escaseces se distraen, las manos se aprietan, las dudas se mueren, y dos no son ya dos, y dos se aman.–
Anhelo yo esto, con esta brusca decisión y esta altiva energía que amo yo como a la parte más noble de mi ser.–Que amé, no ha sido. Que quise amar, fue cierto. Que amo hoy, lo espero. Que me aman, es verdad.–
No de otra manera, Rosario. Cambio de todos los pensamientos, súplicas de todos los temores, confidencias de todas las ideas, y yo en todas mis rebeldías y mis ansiedades–ante Vd., y Vd. en todas sus dudas y todas sus vacilaciones y todas sus esperanzas–ante mí. Pero abierta, completa, plenamente, como conviene a la rara pureza de este afecto y a la dignidad y poder de la inteligencia que ayudó a despertarlo en mí.–
Está despierto. ¡Qué mal me haría que se durmiese de nuevo más herido! Está despierto. ¡Cómo besaría yo toda mi vida la mano enamorada, pudorosa, franca que lo acariciase y que lo amase!–
Soy yo excesivamente pobre, y rico en vigor y afán de amar.