La Conferencia de Washington I
La América Latina en la conferencia. El arbitraje y los tratados de comercio.-El discurso del doctor Sáenz Peña sobre el Zollverein
Nueva York, 31 de marzo de 1890

Señor Director de La Nación:

Boston lee mucho español y aplaude en la versión inglesa la María, de Isaacs, y la Maximina, autobiografía como la María, del español Palacio Valdés. Filadelfia está de guante y colorete, para ver casar al barón de Pappenheim, calvo y chalecudo, con la millonaria Whecler; Louisville, sorbida por la tromba, cae despedazada, con los muros por tierra, las calles hechas ríos, y doscientos muertos. Chicago, en el apuro de la vanidad, anda sin saber cómo salir de la feria del 93, paseando en el elefante, plato en mano; Washington, sorprendida, oye y alaba lo que, sin pompa ni flojedad, han dicho a su hora, los delegados argentinos, el del Uruguay, el del Paraguay, el de Bolivia: la misma Costa Rica, pequeña como una esmeralda, se levanta y dice, después de seis meses provechosos, en que la admiración rudimentaria se ha serenado con el conocimiento real: «Pequeño es mi país, pero pequeño como es, hemos hecho más, si bien se mira, que los Estados Unidos».

Ni es posible ver sin júbilo, porque confirma el poder de nuestros pueblos para su gobierno y desarrollo, la identidad tácita con que, avisados desde el sigilo del corazón por aquel consejero astil que puede más que la codicia de la tierra ajena o la desconfianza fronteriza, van como uno en lo esencial, por la sagacidad y nobleza características en América de la raza, los pueblos que no han dejado ver al extraño sus ropas caseras, ni las heridas que el hermano les ha hecho, ni sus recelos vecinales; sino que, sin más liga que la del amor natural entre hijos de los mismos genitores, han ido acercándose, en esta primera ocasión. hasta palparse y entenderse, y ver, que cuando ronda la herencia, el primo artero que ha de heredar si los hermanos pelean, hay que salir a la defensa del hermano aborrecido, como los Parellada del drama español del Heren. Viene el primo a recoger la herencia, a ver que los Parellada se odien más, a estimularles, con cuento acá y cuento allá, la cizaña, a echarlos, con invenciones y astucias, uno contra otro, a preguntarles, cuando ya los cree bien envenenados, si la razón social «marcha bien»; y el segundón generoso le salta al cuello, lo echa por tierra, y con la mano a la garganta le devuelve al primo, empolvado y tundido, la pregunta:

«¿Qué tal marcha la razón social de los Parellada hermanos?»

No es hora de reseñar, con los ojos en lo porvenir, los actos y resultados de la conferencia de naciones de América, ni de beber el vino de triunfo, y augurar que del primer encuentro se han acabado los reparos entre las naciones limítrofes, o se le ha calzado el freno al rocín glotón que quisiera echarse a pacer por los predios fértiles de sus vecinos; ni cabe afirmar que en esta entrevista tímida, se han puesto ya los pueblos castellanos de América, en aquel acuerdo que sus destinos e intereses les imponen, y a que, en cuanto los llame una voz imparcial han de ir con arrebato de alegría, con nada menos que arrebato, los unos arrepentidos, a devolver lo que no les pertenece, para que el hermano los perdone y el mundo no les tache de pueblo ladrón; los otros a confesar que vale más resguardarse juntos de los peligros de afuera, y unirse antes de que el peligro exceda a la capacidad de sujetarlo, que desconfiar por rencillas de villorrio, de los pueblos con quienes el extraño los mantiene desde los bastidores en disputa, u ostentar la riqueza salpicada de sangre que con la garra al cuello le han sacado al cadáver caliente del hermano. Los pueblos castellanos de América han de volverse a juntar pronto, donde se vea, o donde no se vea. El corazón se lo pide. Sofocan los más grandes rencores, y se nota que se violentan para acordarse de ellos, y obrar conforme a ellos, en la tierra extraña. La conferencia de naciones pudo ser, a valer los pueblos de América menos de lo que valen, la sumisión humillante y definitiva de una familia de repúblicas libres, más o menos desenvueltas, a un poder temible e indiferente, de apetitos gigantescos y objetos distintos. Pero ha sido, ya por el clamor del corazón, ya por el aviso del juicio, ya por alguna levadura de afuera, la antesala de una gran concordia. ¿A qué detalles indiscretos, y gacetilla prematura, si esa es, después de mucho oír y palpar, la lección visible de la conferencia?

Unos piafan, otros vigilan, otros temen, pero todos oyen en el aire la voz que les manda ir de brazo por el mundo nuevo, sin meter las manos en el bolsillo de sus compañeros inseparables de viaje, ni ensayar el acero en el pecho de sus hermanos. Se nota como una cita, y cómo si los delegados a la conferencia se dijeran con los ojos leales, más que con las palabras imprudentes: «¡hasta luego!». Las familias de pueblos, como los partidos políticos, frente al peligro común, aprietan sus lazos. Acaso lave la culpa histórica de la conquista española en América, en la corriente de los siglos, el haber poblado el continente del porvenir con naciones de una misma familia que, en cuanto salgan de la infancia brutal, sólo para estrechárselas tenderán las manos.

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