España. Pueblos y políticos

CARTA DE NUEVA YORK EXPRESAMENTE ESCRITA PARA LA OPINIÓN NACIONAL

España.–Los pueblos y los políticos.–La guerra de los generales.–Crisis en marzo.–Reyes nuevos y reyes viejos.–Peregrinos a Roma.–Fiesta en palacio.–EI gobierno y el nuncio.–“Urge educar a las mujeres.”

Nueva York, 4 de febrero de 1882

Señor Director de La Opinión Nacional:

¿Qué son los pueblos en manos de los políticos de oficio? Estos los mueven como si fuesen escudos de batalla, y se sientan sobre ellos, luego del triunfo, o los ponen en alto, en la hora de la derrota, como banderín de pelear. Están siempre los pueblos como de tránsito y de susto, y no bien se sientan, contentos y generosos, a su banco de trabajo, y suena el mazo en el yunque, y la hoz en el trigal, y hierve el vino en las cubas, y en los lagares el aceite, ya se detienen sierras y martillos, y se acongojan los labriegos, y caen flojos los brazos desmayados, porque tal general, descontento de que no quieren hacer prohombre a su sobrino, da airado con el pomo de su sable en la mesa de gobierno, o tal hombre civil anhela mantenerse en el poder, poniendo en concordia efímera a capitanes ambiciosos y uniendo en mayoría transitoria a odiadores de bandos diversos, por ser el odio ligamento fácil, tal como si un mendigo quisiese ampararse del frío halando de un lado y otro del cuerpo, para hacerse capa, los míseros harapos. ¡Cuándo habrá de ser que se fatiguen los hombres de esas tierras viejas de ser gobernados por vanidosos logreros! ¡Cuándo, en cruzada urgente y majestuosa, sembrarán de escuelas útiles y prácticas, como misiones de la religión moderna, ciudades y aldehuelas, suburbios y villorrios! ¡Cuándo, con súbito alzamiento del decoro, que echa abajo montañas, y con pujante rebelión pacífica, apartarán de las urnas de votar a diputadillos y a alguaciles, y pondrán en esas copas de salud nombres de gentes sanas y buenas, que den a su tierra patria, zozobrante y congojosa, gobierno digno de hombres!

Ya están en guerra los caballeros mariscales. Ya el general Serrano, que ayuda a bien morir a la monarquía, para que le caiga en los brazos, y lo haga Presidente de la próxima República, se enoja porque el general Martínez Campos, brusco y astuto, se niega a nombrar Gobernador de Madrid a otro general elegante, que mueve bien la espada y la palabra, y está más del lado de la República que del lado del rey, el general López Domínguez. Ya, como la mayoría que apoya a Sagasta está hecha de secuaces de Serrano, que ven mal que los amigos de Alfonso crezcan en poder, y secuaces de Martínez Campos, que sólo en la fama de leal al rey que goza su caudillo fían honores y salarios,–anúnciase para marzo una ruidosa quiebra, tras la que Campos, que se unió a Sagasta para dar en tierra con Cánovas, se apartará del Ministerio de Sagasta, como para hacer puente con un gabinete hecho de sus sectarios del ala liberal del partido canovista, al formidable Cánovas, que no estima que, abandonado de Campos, cuyo prestigio de traidor a la República por amor al rey le ampara, pueda Sagasta continuar gozando del poder, en unión de los demócratas, a quienes habrá de aliarse, y contra los miedos de Palacio, que teme a neoconversos, las camarillas militares, que tienen puesta la espada del lado de la pitanza, y los clamores de las castas privilegiadas, que hacen mampuesto de su lealtad al rey. Es como un baile de disfraces, bailado sobre un tablero de ajedrez, a cuyo torno duermen descuidados los verdaderos jugadores.

Así como sacudidos violentamente por una mano enérgica, parecen mezclados por un instante líquidos entre los cuales es imposible toda mezcla, por lo que, a poco de estar en reposo, vuelven a mostrarse sueltos y distintos, como es ley de naturaleza,–así, agitados por el odio común al enemigo fuerte, parecieron unidos de modo muy estrecho Martínez Campos, que vive del renombre de haber desenvainado su espada en pro del rey, y Sagasta, que vive de contentar y traer cerca del trono a sus enemigos naturales. El general, aunque no se le vea, lleva siempre ceñida la espada, sin que la pluma le parezca buena, a no ser que sea para ganar fama de benévolo y cuerdo, suscribiendo lo que no intenta cumplir. Y en los de Sagasta como en los de don Salustiano Olózaga, brillan siempre, a través de los vapores de corte que se los anublan, relámpagos revolucionarios. El general vive de apegarse al trono, y sacar provecho de haberlo alzado en sus hombros en la revuelta de Sagunto. Y Sagasta de no acercarse demasiado al trono, puesto que, si no ha de ganar, la confianza total de este, no le es bueno perder el agradecimiento de sus enemigos; por lo que el general se asusta de las concesiones que Sagasta ha menester, siendo condición de muerte para el uno, que quiere, placer a su monarca, lo que es condición de vida para el otro, que quiere, por el bien del rey, placer, más que a él, a los enemigos del Rey. Los de Sagasta se van hacia los demócratas, de quienes no les apartan doctrinas, sino fe en la habilidad de los diversos caudillos, y en los provechos que de su habilidad les vengan. Los de Martínez Campos se van hacia los conservadores, a cuyo lado les mantiene el miedo de perder, por comulgar con los demócratas, la confianza del monarca. De modo que, en el mismo Gabinete, cuanto hace Campos mira al Palacio de Oriente, por cuyas maravillosas escaleras se pasea el rey joven, y cuanto hace Sagasta mira a la plaza pública, en cuyo seno ven ojos penetrantes cómo se fragua y templa la tormenta. A esas diferencias ha venido a poner colmo el nombramiento para Gobernador de Madrid del general Castillo, que defendió con histórica bravura de asaltos de carlistas, a la hambrienta Bilbao, a la luz de las hogueras encendidas en los palacios de la villa por las granadas enemigas, en aquella guerra en que, por celos de generales, vinieron a morir en las crestas y laderas de Somorrostro los más gallardos mozos de la tropa española. Querían los de Sagasta a López Domínguez, que sabe más de artes de ciudad que de artes de batalla, y tiene más afición de servir a su pueblo que a su monarca. Por lo que Campos nombró a Castillo, con gran ira de Sagasta y los suyos, por parecerle más aficionado a servir a su monarca que a su pueblo. Así quedan ahilados los ejércitos que han de entrar en liza en las próximas Cortes.