El carbón
Su importancia y su obra
En presencia de un sabio, cuenta algún escritor moderno, exclamaba un joven: “Felices las tierras en donde Dios puso abundantes minas de oro y de plata”; a lo cual contestó el sabio: “No, ésas no son las tierras felices, felices son las ricas en carbón y en hierro”. La historia del desarrollo de la civilización humana corrobora este aserto: que los pueblos grandes y los pueblos poderosos viven y prosperan allí en donde pródiga la naturaleza rinde el carbón y el hierro al trabajo asiduo, y no en donde la rica veta del metal precioso brinda su fruto. Por cientos de miles de toneladas, el carbón, de que ahora queremos ocuparnos, es extraído todos los años, y cada día aumenta la demanda que de él existe, pues la industria lo requiere en todos sus ramos, y el campo de la industria crece a ojos vista, sin que la más osada imaginación se atreva a vaticinar cuál sea su límite, si límite puede suponérsele, ni cuál el alcance de su vuelo.
Siglo de ferrocarriles, de electricidad y de maquinaria es el nuestro, y de todo eso es alma el calor, para producir el cual necesitamos el carbón.
Al ver el inmenso consumo que de él se hace pudiera temerse que se llegara a agotar, si no supiésemos que la naturaleza no es más que un inmenso laboratorio en el cual nada se pierde, en donde los cuerpos se descomponen, y libres sus elementos vuelven a mezclarse, confundirse y componerse, pudiendo, en el transcurso de los siglos–que son instantes en la vida del mundo–volver a su antiguo ser, a colmar los vacíos que el hombre haya causado, por otra parte imperceptibles en los inconmensurables depósitos del globo.
Tres formas tiene el carbón, que son el carbón propiamente dicho, que se nos presenta más abundante, que cualquiera de las otras manifestaciones del mismo elemento, en la hulla, el grafito, cristalización amorfa, de que hacemos nuestros lápices, y en el diamante, el cristal perfecto, la más hermosa de las cristalizaciones del mundo mineral. Siguiendo la bella expresión de Haúy, fundador de la mineralogía moderna, y que tenía más de poeta que de hombre de ciencia, de que los cristales son las flores del reino mineral, podemos decir que el diamante es la rosa de ese jardín, el más hermoso, el más brillante de todos.
Inútil sería extendernos sobre los innúmeros empleos de la hulla; cualquier niño de escuela puede enumerar muchos de ellos, desde el servicio que presta en el hogar doméstico, hasta el desarrollo de su fuerza poderosa que impele nuestras locomotoras, nuestros barcos, e ilumina nuestras ciudades. La aplicación del grafito es relativamente limitada y pudiera suplírsele, así que tampoco queremos fijar en él mayormente nuestra atención. Pasemos al diamante.
En punto a utilidad práctica poco tiene, aunque alguien ha dicho que lo bello es siempre útil. Sin embargo, es de todas las manifestaciones del elemento que nos ocupa, la más apreciada, y de todos los objetos conocidos del hombre aquel que en más alto grado se estima y por el cual se pagan precios más subidos. Un trozo pequeñito que puede encerrarse en la palma de la mano, vale cientos de miles de pesos, valor que le da a su rareza ese gran factor social, causa de más esfuerzos y luchas que ninguna pasión, que se llama la vanidad humana.
Disuelta una sustancia dada en su correspondiente líquido y saturado éste, ha logrado la ciencia, aplicando sus métodos, cristalizar la mayor parte de las sustancias sujetas a esas leyes. Esos mismos espíritus que en la Edad Media buscaban la piedra filosofal, una vez que hoy está demostrada la insensatez e imposibilidad de tal pretensión, se han dado a buscar con ahínco la cristalización del diamante. Primero fue preciso hallar el solvente para el carbón puro; tócanlo sin afectarlo en lo mínimo los ácidos y reactivos más poderosos, y sólo se disuelve en el hierro líquido a 1 200 de temperatura; ya está el solvente, sí, pero tras de tanta expectativa, en vez del cristal hermoso, límpido y luciente, se halla el grafito negro lustroso y amorfo, que refleja la luz, sin quebrarla y darle paso, como lo hace en relámpagos de oro y de azul su hermano el diamante.
Desde que merced a los descubrimientos de Priestley y del infortunado Lavoisier, a quien el Comité de Salud Pública negó quince días más de vida para terminar sus experimentos, se fundó la ciencia química y se sepultaron para siempre en el olvido las divagaciones de la Alquimia, la busca de la piedra filosofal, que fue el esfuerzo constante de esa cuasi ciencia, no ha preocupado más a los hombres. El oro es un elemento simple y para sacarlo de la retorta o del crisol, es preciso haberlo puesto allí, pero el diamante es la manifestación de otro elemento simple que conocemos, que podemos manejar a nuestro antojo, y lo que con él se desea hacer es algo que con muchos otros cuerpos se hace todos los días, así pues, si la piedra filosofal puede considerarse como un sueño disipado, la fabricación artificial del diamante es un triunfo posible para la ciencia que tarde o temprano se ha de obtener.
En su “Recherche de l’Absolu” pinta Balzac, con la dolorosa maestría de ese escalpelo que le servía de pluma, las luchas y las tormentas de un espíritu preocupado por la fabricación del precioso cristal. En su busca sacrifica fortuna, salud y hasta la paz del hogar, vese forzado por la necesidad a abandonar sus experimentos, y al volver años después a su laboratorio, teatro de su actividad, halla que el resultado que tanto había anhelado se ha obtenido, pero durante su ausencia, sin que le fuese posible ver las huellas del genio de la naturaleza que terminó la obra, objeto de sus ansias, y se retiró llevándose su secreto.
Pasada una corriente de azufre en estado de vapor sobre carbones enrojecidos se obtiene un líquido de fuerte olor, compuesto de carbón y de azufre, denominado sulfato de carbón, que parece diamante líquido, pues tiene su brillantez y su trasparencia, parece que de ahí al diamante no hubiera ya sino un paso; mas vanos han sido todos los esfuerzos hechos para obtenerlo. Separados los dos componentes por la corriente eléctrica, en un electrodo se deposita azufre amarillo y carbón negro en el otro.
La Alquimia, que acaso tuvo su cuna en el antiguo Egipto, que vino a España con los árabes, y que con sus misterios, sus compuestos y sus venenos parece una ave negra cuyo nido está bien colgado en el viejo torreón derruido del edificio tambaleante de la Edad Media, mitad castillo feudal, mitad monasterio, cuenta entre los resultados obtenidos en la busca del precioso metal numerosos conocimientos útiles y preciosos.
Desde Raimundo Lulio hasta Priestley, Lavoisier y Dalton median casi mil años, durante los cuales los alquimistas fueron acumulando grandes conocimientos, que permanecían aislados, como los eslabones sueltos de una cadena. Fue el descubrimiento de la verdadera naturaleza de la combustión, la aplicación de la balanza al análisis, y esa hermosa teoría especulativa que supone el átomo y le da–como a deidad india–numerosos brazos para enlazarse a otros átomos, fue, decimos todo esto, lo que soldó los eslabones de esa cadena y la hizo firme y segura juntando los mil restos del esfuerzo humano, regados como granos de oro, en el regazo inmenso de los siglos. Y asimismo en busca de una meta, se descubren nuevas vías y se obtienen frutos no codiciados e inesperados triunfos. Ese mismo sulfato de carbón, de que nos hemos ocupado, tiene mil aplicaciones industriales en la preparación del caucho, en la extracción de perfumes y de aceites, etc., se le ha ensayado como remedio para el cólera, y acaso, tenida en cuenta la poca temperatura que necesita para evaporarse, 1080 Fahrenheit, y su enorme fuerza expansiva–mayor que la del vapor de agua–si de él no saca la ciencia diamantes, nos procure un motor más barato que los existentes. Y bien sabemos que el movimiento es fuerza, el movimiento es calor, el movimiento es vida.
José Martí
La América. Nueva York, noviembre de 1884