Carta de Nueva York [27 de noviembre 1884]

El Día de Gracias.–Cómo era entre los colonos, cómo fue entre sus hijos, cómo es hoy.–Nueva York de fiesta de familia. Costumbres, procesiones, espectáculos.–Homenaje a Adelina Patti.–Los tres veteranos.–Las fiestas de este invierno.–Los teatros.–Henry Irving en Hamlet.–El New York nuevo.–Una escena del fútbol.–Los Colegios y los ejercicios físicos.–Una lectura de dos escritores famosos.–George Cable, el novelista del Sur.–»Mark Twain», el primer humorista norteamericano.–Sus antecedentes, su carácter, su carácter literario, sus viajes, sus libros.

Nueva York, 27 de noviembre [1884]

Señor Director de La Nación

Es día de dar gracias. Los peregrinos puritanos, que en estatuas de bronce y en el lugar mismo en que desembarcaron debieran haber perpetuado sus hijos, trajeron de la sagrada Holanda, corazón de la libertad, la conciencia humana en salvo, y la costumbre amable de reunirse un día cada doce meses alrededor de la mesa de familia, a dar gracias al Todopoderoso, con el cuchillo levantado sobre los manjares domes ticos, por los beneficios y sucesos del año. Del escándalo reinante en la corte inglesa, que hizo necesaria para mantener el equilibrio del espíritu de la nación la resistencia puritana, puede juzgarse todavía por la austeridad, cómica a veces de puro excesiva, con que los descendientes de los peregrinos rehuyen toda fiesta y práctica mundana: mucho debieron dar las damas de Isabel, cuando, como de rechazo de aquellas liviandades, las damas cuáqueras se resisten aún hoy a dar la mano.

Aquella gente templada y adusta no se juntaba en el día de gracias, como nosotros en nuestra Noche Buena, a festejar y regocijarse: el ojo negro es alegre: el ojo azul es triste. Tenían el cabello castaño, como el roble, ásperos los vestidos, como el carácter: el rostro huesudo, como las costumbres. Se juntaban los viejos colonos, bajo el techo que habían levantado con sus mismas manos, a alabar al Dios grande que no deja morir la virtud entre los hombres, a poner las palmas callosas sobre los hijos y los nietos, a oír con la mano recogida en ademán de meditación sobre la frente humillada la homilía fervorosa del padre de la casa, y a orar por los desaparecidos de la vida, sobre la Biblia en cuyas páginas señala sus nombres una línea negra. Con la contemplación de este universo nuevo, las emociones de la guerra de independencia, las pláticas y contacto de la gente francesa que les ayudó al triunfo, y el alejamiento de la época que engendró la protesta puritana,–se fue ablandando la mesa de familia, que vino a ser al cabo mera ocasión de juntarse en torno de los pavos monumentales, y ponderosa repostería, y riquezas de la despensa familiar, que en ese día del año mostraban con gran orgullo a su parentela las abuelitas hacendosas. Todo el día era de comer: para el desayuno, pollo: hervido en salsa blanca, y panetelas, y pastel de calabaza, rociados con sidra: para la comida del mediodía, que era la momentosa, ¡qué pavo, y con qué adornos! ¡qué pastel formidable, especioso, macizo y carnidulce! ¡qué pudines de pasas, y las peras de Agosto, y los melocotones de Septiembre, y los membrillos que le siguen, bien guardados en frascos de vidrio por las damas cuidadosas para que den fe en estas fiestas de sus artes caseras! De noche eran las nueces y las manzanas, y juegos inocentes, y de nuevo la sidra.