La novela Lucía Jerez,[1] de José Martí, se presentó hace unos días en Alfaz del Pi, Comunidad Valenciana de Alicante, España, traducida por José A. López Camarillas, profesor y editor de esa localidad, y acompañada por textos de ocho investigadores que profundizaron en los orígenes valencianos del patriota cubano y distinguieron la obra entre las precursoras del modernismo en Latinoamérica.
Entre ellos, la doctora Marlene Vázquez Pérez, directora del Centro de Estudios Martianos, elogió la importancia de poner “la obra del hijo en la lengua materna de su padre, don Mariano Martí, nativo de esas tierras. Una lengua y una cultura con la que José Martí estuvo familiarizado desde la infancia. No debe pasarse por alto que también vivió en Valencia junto a sus padres y hermanas alrededor de dos años, entre 1857 y 1859. De la ciudad guardará siempre un recuerdo grato, pues muy probablemente aprendió en ella sus primeras letras, y el 2 de diciembre de 1857 nació allí su hermana María del Carmen, a quien la familia apodó cariñosamente como La Valenciana. También aflorará esa memoria fugaz de infancia a lo largo de toda su obra de las maneras más diversas, ya sea en evocaciones alusivas al sol del Levante español, o al oro de la naranja, o a la resistencia y velocidad del campesino de esta zona para caminar largas distancias”.
Bajo el título de Amistad funesta, la novela Lucía Jerez fue publicada por entregas en la revista quincenal El Latinoamericano, de Nueva York. “Novela sin arte…”, le llamó Martí en unos versos de agradecimiento a su amiga Adelaida Baralt Peoli (por el encargo) y, en el conocido prólogo inconcluso para la publicación como libro, trata la obra con el desdén que le provoca la tentación de “una oferta de esta clase de trabajo” que “sin alarde de trama ni plan seguro [le] dejó rasguear la péñola, durante siete días, interrumpido a cada instante por otros quehaceres […] El autor, avergonzado, pide excusa”. Y más adelante, con gracia, extiende su solicitud a dios “por esa grandísima culpa”: “Pequé, Señor, pequé, sean humanitarios, pero perdónenmelo. Señor: no lo haré más”.[2]
Por encima de los enfáticos apuntes con que Martí demerita la obra, se puede sentir en la escritura el comprometimiento y la tensión del autor apiadándose del destino que ha reservado en la ficción para la protagonista, su debate moral entre potenciar en Lucía el conflicto hasta su consecuencia final o aligerarlo domando a un tipo de fiera que, según el retrato social que ensaya Martí a través de uno de los personajes-comodines, no “anda sobre garras” sino que “se viste de trajes elegantes, come animales y almas y anda sobre una sombrilla o un bastón”.
Sin embargo, la precisión con que Martí describe algunos de los esperanzadores “progresos” de la inestable Lucía, no impide la recaída. Ella marchará hacia su propia ruina. Quizás porque ha bebido Martí del referente de la realidad (“un suceso acontecido en la América del Sur en aquellos días”).[3] Nadie podrá salvar a Lucía de los atormentadores celos que la consumen y que, con su gran sabiduría, Cintio Vitier[4] ha comparado con los contenidos de las cartas que, diez años después, escribiría la joven poeta Juana Borrero a su amado Carlos Pío Uhrbach Campuzano.[5]
El egoísta sentimiento de rivalidad debe hundirla. Ni el autor ni los personajes Ana, Adela, o Juan, pueden detenerla. Ni la madre de Sol del Valle que conoció a Lucía y se estremeció viendo su alma. La actualidad de la novela está en esos sustratos entre los cuales también cuenta la intertextualidad (guiños a la Cecilia Valdés… de Cirilo Villaverde), en la veracidad y en la concatenación de pequeños detalles en suceso y retroceso, en la tensión creciente que logra durante el tránsito hacia la fatalidad, el novedoso modelo de seguir y romper –a la vez– imperativos del folletín y, sobre todo creo que radica en la rotunda decisión del autor de descartar el candor típico de ficciones “pedagógicas” e imponer, con toda acritud, el esplendor y la belleza que contiene el relato del mal.
Su exquisito lenguaje, escudo que protege y levanta la novela más allá de un ejercicio de ocasión y la ubica en la vanguardia del género, permite que podamos disfrutar no solo el seductor espejo de lo funesto consustancial a la intimidad del ser humano, sino de otras subtramas de interés, escenas donde describe diferencias clasistas y, por ejemplo, pide reiterada atención a la inteligencia de la india Petrona Revolorio que, en un mundo de desigualdades, reinventa su espacio de libertad y se humaniza a sí misma con una filosofía peculiar: lo que ella hace NO es por servicio (obligación-estatus) sino porque le ha tomado afición (por placer-y voluntad), así lo asume y dice a la persona que requiera, solicite u ordene un “favor”.
En su prólogo a esta edición, de excelente factura, Marlene Vázquez Pérez exhorta a los valencianos a leer la novela como un modo de “acercar aún más a nuestros pueblos. Ojalá los lectores reconozcan en el autor a uno de los suyos, porque sin dejar de ser cubano raigal, latinoamericano y universal, nunca se desdijo de los orígenes paternos”.
[1] Editorial Llibres de l’Encobert / Edición: Sara Carbonell Peris / Revisión: Roger Sarrià Batle / Ilustración: Saida Granero Parra / Diseño y maquetación: Willie Kaminski / Prólogos: Jordi Sebastià i Talavera; Luis Fernández Gimeno; Felipe Bens; Vincent Baydal i Sala; Esther López Barceló; David Rodríguez Fernández Toni Mejías; Martínez y Marlene Vázquez Pérez.
[2] OCEC, t. 22, Centro de Estudios Martianos, La Habana, pp. 231-232.
[3] Ídem.
[4] Ver Lucía Jerez, en Anuario no. 2, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 1979, pp. 229-239.
[5] Juana Borrero. Epistolario, Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de Literatura y Lingüística, La Habana, 1966 (con estudios, notas y ensayo introductorio de Cintio Vitier).