El 25 de marzo de 1895 firmaban José Martí y Máximo Gómez un documento trascendental para la Historia de Cuba, y por extensión para toda Nuestra América: el Manifiesto de Montecristi. En él se delineaba con claridad, concisión y belleza poética, la Guerra Necesaria, sobre la base del análisis crítico de la contienda anterior y la defensa de la soberanía de la República futura, esa que concibiera con todos y para el bien de todos, para decirlo con sus propias palabras.
Casi siempre que los estudiosos piensan en ese día, aluden al Manifiesto, pero pocas veces se recuerda que en esa fecha también redactó el Maestro dos cartas, conocidas como testamentos, por ser de despedidas. Ambas constituyen ejemplos de síntesis, de emotividad, de patriotismo. Ellas son, a la vez, obras maestras del género epistolar, condenado a desaparecer en nuestros días. Me refiero a las misivas a su madre, y al intelectual dominicano Federico Henríquez y Carvajal.
De la primera, dijo Miguel de Unamuno, al hacer un balance de la epístola en nuestra lengua, que era “una de las más grandes y más poéticas creaciones —en ambos sentidos del término oración— que se puede leer en español.” Repasarla hoy no solo confirma cuánta razón tuvo entonces el gran poeta y pensador español; es una experiencia espiritual, ética, poética, irrepetible. Ella mueve, por sí sola, a continuar la búsqueda del resto de la obra martiana, si no se es un lector asiduo, o a integrar para siempre la enorme legión de discípulos e indagadores que ya tiene en las más diversas culturas, si se es un estudioso de su obra.
Quien dude de lo anterior, que lea esta pequeña joya literaria:
Montecristi, 25 marzo, 1895
Madre mía:
Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en Vd. Yo sin cesar pienso en Vd. Vd. se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Vd. con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre.
Abrace a mis hermanas, y a sus compañeros. ¡Ojalá pueda algún día verlos a todos a mi alrededor, contentos de mí! Y entonces si que cuidaré yo de Vd. con mimo y con orgullo. Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición.
Su
J. Martí
Tengo razón para ir más contento y seguro de lo que Vd. pudiera imaginarse. No son inútiles la verdad y la ternura. No padezca.
Leer este texto ejemplar lleva también al pensamiento por caminos insospechados. El lector comienza a establecer asociaciones con las cartas de Doña Leonor a su hijo contenidas en ese libro utilísimo, Destinatario José Martí, debido al trabajo investigativo de Luis García Pascual, cuya lectura recomiendo. También conduce al pensamiento hasta aquel hermoso fragmento, al parecer, por el tono, de un discurso, en el Martí se enorgullece de sus modestos orígenes familiares, y se define a sí mismo como continuador voluntario de la sencillez de su estirpe, continuada en el hijo entrañable: “Pues mi padre, Sres., fue un soldado; pues mi madre, Sres., aunque por su heroica entereza y clarísimo juicio, la tenga yo por más que princesa y más que reina, es una mujer humilde; pues mi hijo, señores, aunque en mis versos le llame yo mi príncipe, será un trabajador, y si no lo es, le quemaré las dos manos […]”.
Y ese amor desbordado a la familia va de la mano en sus últimos textos del mismo amor patriótico a Nuestra América. El llamado a la unidad, a la fraternidad entre nuestros pueblos, brota de manera natural en el tercer texto fechado ese 25 de marzo, conocido como testamento antillanista: «Las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo».
Hoy, ante la amenaza hegemónica y descabellada del gigante norteño, siempre al acecho de cualquier oportunidad de intromisión en nuestros asuntos regionales, sigue siendo válido aquel llamado de Martí, expresado en ese propio documento: “Hagamos por sobre la mar, a sangre y a cariño, lo que por el fondo de la mar hace la cordillera de fuego andino.”