Martí y el puente de Brooklyn, un encuentro entre dos mundos
Por: Mauren Vidal Vega, estudiante de Periodismo

La notable habilidad de José Martí para prever el futuro, le permitió advertir acerca de los riesgos que suponía la creciente voracidad del imperialismo emergente de los Estados Unidos para el desarrollo completo de las naciones de América.

A finales del siglo xix, José Martí analizaba la vida cotidiana en Estados Unidos desde una perspectiva un poco más moderna, centrado principalmente en la sociedad actual de su época, en la rápida urbanización de esta y en los peligros que representaba para los habitantes el proceso de modernización de las grandes ciudades. En la mayoría de sus artículos hace énfasis en el consumismo bajo este acelerado desarrollo. La belleza era percibida como un mero adorno, la mercantilización y la lógica racionalista reforzaban cada vez más este tipo de argumentos. Se percibía que, para las élites, la literatura era un recurso para embellecer o, mejor dicho, para enmascarar la realidad de la vida moderna, especialmente en entornos urbanos.

Los periodistas y cronistas de la época estaban notablemente influenciados por la dinámica del consumo: el sustento de la mayoría dependía de su labor para subsistir y se veían obligados a ceder ante las demandas del mercado. José Martí, en cambio, se destacó por mantener una postura disímil a la de sus colegas literarios. A pesar de la presión por adaptarse al mercado editorial o periodístico, mantuvo inquebrantables sus principios y convicciones.

Un claro ejemplo de esta postura es la crónica “El puente de Brooklyn”, parte de sus Escenas norteamericanas, publicado en La América, Nueva York en junio de 1883. En dicho texto, Martí invita al lector a adentrarse en la narración como parte de la experiencia, sugiriendo casi un simbólico pago de entrada. Es relevante señalar que, a pesar de esta aparente proximidad con el mercado, Martí no vacilaba en en incluir críticas contundentes al sistema mercantilista de Estados Unidos, especialmente en lo concerniente a las condiciones laborales y humanas de los obreros que erigieron el imponente Puente de Brooklyn.

El texto describe la emoción y el asombro de los neoyorkinos ante la inauguración del puente, una obra arquitectónica impresionante que conecta los distritos de Brooklyn y Manhattan en la ciudad de Nueva York. Destaca el impacto de esta construcción y la satisfacción de los ciudadanos al contemplar la nueva adición a su paisaje urbano, comparándola con una corona que todos los habitantes sienten sobre sus cabezas. Relata la gran cantidad de personas que cruzan diariamente el puente, creando una imagen de una multitud en constante movimiento.

[…] por donde hoy se precipitan, amontonados y jadeantes, cien mil hombres del alba a la media noche. ―Viendo aglomerarse, a hormiguear velozmente por sobre la sierpe aérea, tan apretada, vasta, limpia, siempre creciente muchedumbre,—imagínase ver sentada en mitad del cielo, con la cabeza radiante entrándose por su cumbre, y con las manos blancas, grandes como águilas, abiertas en signo de paz sobre la tierra, —a la Libertad, que en esta ciudad ha dado tal hija. La Libertad es la madre del mundo nuevo, —que alborea. Y parece como que su sol se levanta por sobre estas dos torres.

Hace alusión a la libertad, personificada como una figura femenina sentada en el cielo con las manos abiertas en señal de paz sobre la Tierra, simbolizando y destacando siempre su importancia, comparándola con la madre del mundo nuevo que está amaneciendo, con un sol que se levanta sobre las torres del puente.

Con una descripción detallada y minuciosa de la arquitectura y el funcionamiento del puente, Martí recalca la imponente presencia y la capacidad para unir dos ciudades a través del río, y su papel crucial en la vida de las personas que lo cruzan. A la vez que resalta la firmeza de la construcción, contrasta de una manera muy singular a los involucrados en la creación del puente con hombres tallados en granito, tan sólidos y resistentes como la propia estructura, haciendo énfasis en el excesivo amor a la riqueza que los corroe como un parásito y afecta a dichos individuos.

[…] Y los creadores de este puente, y los que lo mantienen, y los que lo cruzan, —parecen, salvo el excesivo amor a la riqueza que como un gusano les roe la magna entraña, hombres tallados en granito,—como el puente […] Oh! broche digno de estas dos ciudades maravilladoras! Oh! guión de hierro —de estas dos palabras del Nuevo Evangelio!

Relata cómo a la entrada de este lugar emblemático: la estación de Nueva York, se percibe una amplia diversidad de personas y actividades que se desarrollan en el terreno, mencionando la presencia de policías, carros del correo, carretas cargadas con materiales de construcción, coches lujosos, jinetes y damas elegantes. La multitud se aglomera para ingresar a la estación, dejando un centavo como pago del pasaje. Martí detalla meticulosamente la vida cotidiana, el bullicio, el movimiento propio de una estación ubicada en una gran ciudad en crecimiento y desarrollo como lo es Nueva York, a la par que describe el espectáculo inmenso y regocijante que es para las personas el cruzar el puente colgante de Brooklyn.

Concluye comparando la construcción de puentes en la sociedad moderna con las antiguas fortalezas. Mientras que antes se construían fortalezas con fosos y soldados armados para protegerse de potenciales enemigos, ahora se construyen puentes para unir ciudades y facilitar el intercambio y la comunicación entre ellas. El autor sugiere que en la actualidad es más importante unir ciudades que abrir corazones, y que todos los individuos deben ser “soldados del puente” trabajando juntos para fortalecer esas conexiones.

[…] Así han fabricado, y así queda, menos bella que grande, y como brazo ponderoso de la mente humana, la magna estructura.—Ya no se abren fosos hondos en torno de almenadas fortalezas; sino se abrazan, con brazos de acero, las ciudades; ya no guardan casillas de soldados las poblaciones, sino casillas de empleados sin lanza ni fusil, que cobran el centavo de la paz, al trabajo que pasa:—los puentes son las fortalezas del mundo moderno.—Mejor que abrir pechos es juntar ciudades:―Esto son llamados ahora a ser todos los hombres: soldados del puente!

José Martí abordó de manera significativa la reflexión sobre la modernidad, explorando tanto el avance y progreso como la pérdida de seguridad y belleza en las ciudades, así como las condiciones inhumanas en las que vivían aquellos marginados por la sociedad. Logró hábilmente apartarse de la mirada utilitaria o complaciente del consumismo mercantilizado, a pesar de estar inmerso en el comercio, pues nunca se vio coartado en expresar sus ideas con autenticidad y franqueza, aun encontrándose en un contexto marcado por la constante evolución y adaptación a los cambios vigentes.

No obstante, Martí no se limitó a la simple descripción de las partes del puente, sino que profundizó en su génesis. Al examinar detenidamente la crónica del puente junto con su complementaria, titulada “Los ingenieros del puente de Brooklyn”, redactada el 18 de agosto del mismo año y publicada en La Nación, de Buenos Aires, se puede apreciar que el autor no se contenta únicamente con la estructura finalizada o el impresionante producto de una época, destacando la grandiosidad física y técnica de la construcción, sino que más bien resalta la profunda conexión entre la visión creativa y la ejecución meticulosa que caracterizó a estos ingenieros visionarios. El puente de Brooklyn emerge como el fruto del laborioso trabajo de dos generaciones de hombres excepcionales: los Roebling, padre e hijo.

Martí se adentra en los orígenes del padre: Juan Roebling, en su travesía por los eventos cruciales de una vida marcada por el aprendizaje y el esfuerzo, quien tras obtener su diploma se desempeñó durante tres años en proyectos gubernamentales con un alto sentido de responsabilidad cívica, contribuyendo al beneficio de su nación.

Washington Roebling, el hijo, hereda sus habilidades e imaginación y lo lleva a cabo en el esplendoroso puente de Brooklyn. Inaugura la utilización del acero en la edificación de dichas estructuras colosales, sin embargo, su arduo trabajo habría quedado en la penumbra de no haber sido por las circunstancias que lo unieron a una dama de excelsa virtud: Emily Warren Roebling. Cuando el infortunio lo postró en el lecho de dolencias, privándolo de movilidad, fue ella quien, sin titubear, se trasladó a pie hasta el lugar de la construcción para transmitir sus directrices y otorgar un toque sutil y femenino a la imponente magnitud de un puente suspendido que enlaza dos ciudades distantes. La presencia de esta mujer, cuyo nombre merecía ser inmortalizado en los anales de la historia, resalta la importancia del apoyo mutuo y la colaboración en la consecución de grandes gestas arquitectónicas, pero sobre todo humanitarias.