En este mes de agosto se están cumpliendo 130 años de la primera edición de uno de los libros más leídos y difundidos de la lengua española: Versos sencillos, de José Martí. Su magia seduce: la musicalidad de sus estrofas de cuatro versos octosílabos queda definitivamente en la memoria del lector, desde el primer acercamiento, y se mantiene toda la vida.
Pocos poemarios tienen el privilegio de ser recordados y recitados por personas de las más diversas extracciones sociales. Lo mismo se halla en boca del intelectual que en la del obrero, el campesino, el niño o la mujer más humilde. En opinión de la poetisa y pedagoga chilena Gabriela Mistral, martiana fervorosa y destacada estudiosa de la obra del cubano, ello se debe al hechizo de ese decir primordial, propio de la copla, que encierra, en su sencillez, sensibilidad y sabiduría universales, la poderosa originalidad de un poeta fundador.
Paradójicamente, esta obra maestra de nuestra lengua, fue publicada en Nueva York, por Louis Weiss & Co. Impresores, en 1891. El propio autor, en su prólogo, cuenta las circunstancias en que fue escrito el poemario:
Mis amigos saben cómo se me salieron estos versos del corazón. Fue aquel invierno de angustia, en que por ignorancia o por fe fanática, o por miedo, o por cortesía, se reunieron en Washington, bajo el águila temible, los pueblos hispanoamericanos. ¿Cuál de nosotros ha olvidado aquel escudo, el escudo en que el águila de Monterrey y Chapultepec, el águila de López y de Walker, apretaba en sus garras los pabellones todos de la América?[1]
Más adelante confiesa que se enfermó de alma y cuerpo, por el temor de que nuestros pueblos cedieran a las presiones yanquis, más peligrosas porque iban acompañadas de tentaciones y argucias. Vale recordar que en ese invierno de angustia (1889), se celebró la Conferencia Internacional Americana. Martí desarrolló a distancia y desde posiciones de extrema discreción y conflictividad política una labor intensa, dirigida a proteger a nuestros países, que en buena medida condicionó entonces el fracaso del cónclave. La creación de la unión aduanera de toda América y la implantación de una moneda única y un sistema de arbitraje obligatorio, con sede en Estados Unidos, eran los objetivos centrales de la Conferencia, en la que el republicano James G. Blaine, entonces Secretario de Estado, jugaba un rol protagónico en el afán de garantizar la supremacía yanqui en el hemisferio. De haber sido exitoso el encuentro, esto hubiera significado un instrumento de dominación absoluto de las naciones hispanoamericanas por parte de Estados Unidos.
Luego de tantas tensiones, en el verano de 1890, por prescripción médica viajó a Catskill, en el estado de Nueva York, para reponer su salud quebrantada, y allí en aquel oasis, escribió una buena parte de este libro. En diciembre de ese año haría una lectura de sus versos entre amigos queridos, y al año siguiente lo daría a la prensa.
El modo en que alude en el prólogo a antecedentes de agresión y anexionismo es a la vez simbólico y elocuente. Con el águila de Monterrey y Chapultepec se refiere a la Guerra Estados Unidos –México, que tuvo lugar entre 1846 y 1848 a merced de conflictos fronterizos que sirvieron de pretexto para la invasión. El Tratado de Guadalupe Hidalgo, firmado el 2 de febrero de 1848, dio por terminada la guerra y le concedió a Estados Unidos el control de Texas, California, Nevada, Utah, y parte de Colorado, Arizona, Nuevo México y Wyoming. A cambio, y como indemnización, México recibió la irrisoria suma de $18 250 000, consumándose así el despojo de casi la mitad de su territorio.
También menciona a Narciso López, militar español de origen venezolano, de ideas anexionistas, que aceptó apoyo norteamericano para invadir a Cuba, sin conseguir ningún respaldo popular. Finalmente fue apresado y ejecutado por el gobierno español en 1851. Por último, cita a William Walker, político estadounidense conocido por sus reiteradas intervenciones y tentativas de conquista en tierras centroamericanas. Símbolos elocuentes del sempiterno conflicto entre el Norte y el Sur, y de su omnipresencia en la labor intelectual del Apóstol, que aún en el proceso de creación de un poemario de tanta hondura lírica llevaba a su América consigo, y asumía como deber mayor su salvaguarda.
En la serenidad y síntesis de esa poesía de madurez se concentran los momentos culminantes de toda su existencia. En carta a su madre, Doña Leonor Pérez, afirma: “Lea ese libro de versos: empiece a leerlo por la página 51. Es pequeño —es mi vida.”[2] Ir a la página 51 en el facsímil de la edición príncipe neoyorquina, nos lleva a encontrarnos con el poema XXVII, visión desgarradora de un hecho real ocurrido en La Habana, en enero de 1869, cuando en el Teatro Villanueva se dio vivas a Cuba Libre. Martí, entonces adolescente, se encontraba esa noche en casa de su maestro, Rafael María de Mendive, y su madre, creyéndolo en peligro, salió sola a buscarlo, desafiando el terror y la muerte. Dicen algunos de estos versos:
El enemigo brutal
Nos pone fuego a la casa:
El sable la calle arrasa,
A la luna tropical.
…………………….
Pasa entre balas un coche,
Entran, llorando, a una muerta:
Llama una mano a la puerta
En lo negro de la noche.
No hay bala que no taladre
El portón: y la mujer
Que llama, me ha dado el ser:
Me viene a buscar mi madre.
…………………………………..
Y después que nos besamos
Como dos locos, me dijo:
“Vamos pronto, vamos, hijo:
La niña está sola, vamos.”[3]
Esta circunstancia biográfica del poeta ha sido magistralmente recreada en la película del director cubano Fernando Pérez José Martí. El ojo del canario, y una de sus fuentes de información para esta escena lo fue, sin duda, Versos sencillos.
En el poemario encontramos amores, desdenes, olvidos, dolores patrióticos, ideas políticas, éxtasis frente a la naturaleza, lecciones de ética y poética, ideas filosóficas, entre otros temas de interés. Detrás de esa sencillez aparente, y sin que haya erudición que estorbe al entendimiento, hay todo un universo de razón, sentimiento y belleza.
La naturaleza es una de las grandes protagonistas del poemario. Una de las zonas más hermosas lo es, sin duda, el poema III, ese que todos recordamos como el del obispo de España. La comunión sentimental del bardo con el entorno que lo circunda es total. Transmite plenamente al lector su propio éxtasis ante el bosque septentrional de Catskill, de manera que el colorido, la majestuosidad de los árboles, la unción de sentimiento y razón que experimenta nos lleva a disfrutar de esos versos reiteradamente, y asumir al medio ambiente como el verdadero templo, por sus hermosuras incuestionables, ciertamente, pero sobre todo, porque nuestra vida depende de la relación armónica y respetuosa con él.
Esas miradas generalizadoras de poeta, aprehendieron, en la vivencia directa de la naturaleza, durante el breve oasis de Catskill, lo que ya tenía sabido previamente por la lectura de Emerson, y por su aguda capacidad de observar lo que acontecía a su alrededor. Esa conciencia de que la vida es un proceso, en que cada contradicción aparente es superada por la complementariedad, lo llevaría a escribir:
Todo es hermoso y constante,
Todo es música y razón,
Y todo, como el diamante,
Antes que luz es carbón.[4]
No puedo leer estos versos, que encierran, según Cintio Vitier, “la unidad dolorosa y gozosa del destino, el acorde pleno de la armonía y la pasión”,[5] y revelan la médula de la dialéctica martiana, sin asociarlos con esta idea, que ya hemos citado en lo concerniente al ensayo sobre Emerson: “EI Hombre, frente a la naturaleza que cambia y pasa, siente en sí algo estable.”[6] Es el mismo principio filosófico, obviamente, pero captado de manera inmejorable por la síntesis, a la vez esclarecedora y bella, propia de la poesía. Una poesía, que de forma mayúscula en el caso de Martí, tiene también una especial función cognoscitiva y epistémica, si bien la vía dominante es la de la pasión, el sentimiento y la intuición.
Es por eso que a 130 años de su salida a la luz, este libro gana adeptos de manera permanente, y siendo ya un clásico de nuestra lengua, nos sigue reconfortando con su hermosura y vigor. Valgan estas notas conmemorativas como una oportuna invitación a la lectura.
[1] JM: Obras completas, edición crítica, tomo 14, p. 297. (En lo adelante OCEC)
[2] José Martí. Carta a su madre. (1892). En: José Martí. Epistolario. (Compilación, ordenación cronológica y notas de Luis García Pascual y Enrique H. Moreno Pla). Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1993; Tomo III, p. 31.
[3] OCEC, t. 14, p. 332.
[4] OCEC, t. 14, p. 301. Esta estrofa tiene un antecedente interesante en una crónica martiana de 1888: “La poesía es como la tierra, que con la nieve que la cubre y con la lava que la quema se fecunda. El diamante ¿no es carbón precipitado?”. En José Martí. “Cartas de Martí. El arte en los Estados Unidos.” La Nación, Buenos Aires, 13 de enero de 1888. OC, t. 13, p. 480.
[5] Cintio Vitier. Lo cubano en la poesía, Letras Cubanas, La Habana, 1998, p. 203.
[6]OC, t. 13, p. 26, OCEC., t. 9, p. 332-333.