Entristece pensar que Simón Bolívar dijera, poco antes de morir: “—¡Vámonos! ¡Vámonos!… Esta gente no nos quiere en esta tierra… ¡Vámonos, muchachos!” En el delirio de su enfermedad, al parecer, recordaba los momentos cuando su obra unitaria era apreciable no sólo en el estrecho vínculo entre los países liberados, sino también en la integración de los ejércitos continentales, donde se hombreaban venezolanos, colombianos, ecuatorianos, peruanos, chilenos, argentinos, cubanos, hombres y mujeres de las más diversas pigmentaciones, hábitos, lenguas, tradiciones, movidos todos, juntos, por la búsqueda de la justicia, los derechos fundamentales, el respecto a la condición humana. Pero los enormes esfuerzos llevados a cabo durante los primeros lustros del siglo XIX para satisfacer tales aspiraciones fueron truncadas por quienes ascendieron al poder en cada uno de los países surgidos de las luchas encabezadas por el Libertador, cuyos propósitos fueron abandonados y traicionados por las oligarquías nacionales.
Diversos pensadores a lo largo del siglo XIX continuaron la inspiración bolivariana, y uno de sus más aventajados discípulos, José Martí, expresó la necesidad de realizar la segunda independencia de América, pues la primera había llevado al poder a sectores sociales alejados de los intereses de las grandes mayorías y generalmente se hallaban subordinados a potencias extranjeras. Con su magistral poder de síntesis, el Apóstol expuso en fecha temprana: “En América, la revolución está en su período de iniciación.—Hay que cumplirlo. Se ha hecho la revolución intelectual de la clase alta: helo aquí todo. Y de esto han venido más males que bienes.”