La Revista Venezolana, de José Martí, un proyecto cultural para Nuestra América
Por: Dra. Marlene Vázquez Pérez

Recientemente se cumplieron 140 años de la fundación de la Revista Venezolana, empeño fugaz que trasciende por su valía cultural. Esa obra que no parte “de una profesión de fe, sino de amor”,[1] significa un ascenso hacia la madurez de propósitos, que se concreta en su voluntad de hacer en bien de América, más que de decir. Ese espíritu pragmático –en el buen sentido de la palabra–, hallará su cauce, sin embargo, en el ejercicio verbal de que hace gala en los dos únicos números de la Revista. Solo a través de la palabra impresa es dable su empeño de indagación continuada en nuestros orígenes, lo que significa aporte decisivo al perfil de un continente que se debatía aún entre la colonia subyacente y el espíritu revolucionario que le aportó el independentismo, agonizante ya en las repúblicas despóticas.

El sentido de la utilidad de su labor, y de la trascendencia de esta hacia una práctica social que quiebra los estereotipos tradicionales de escritura, se hacen explícitos cuando declara que la Revista viene:

— a poner humildísima mano en el creciente hervor continental; a empujar con los hombros juveniles la poderosa ola americana; a ayudar a la creación indispensable de las divinidades nuevas; a atajar todo pensamiento encaminado a mermar de su tamaño de portento nuestro pasado milagroso; a descubrir con celo de geógrafo, los orígenes de esta poesía de nuestro mundo, cuyos cauces y manantiales genuinos, más propios y más hondos que los de poesía alguna sabida, no se esconden por cierto en esos libros pálidos y entecos que nos vienen de tierras fatigadas […] Cosas grandes, en formas grandes.[2]

Si se mira con atención el fragmento anterior, saltan a la vista algunas consideraciones interesantes. No solo habla el americanista consciente de su pertenencia al espacio geográfico y cultural que lo circunda. Estas reflexiones concuerdan con sus criterios en torno a las insólitas dimensiones de la naturaleza continental, en consonancia con el conocimiento reciente de la América del Sur, lo que significa una nueva ampliación de sus horizontes continentales –no olvidemos la estancia en México y Guatemala–, hasta tiempo antes limitados al entorno isleño, aunque hubiese transitado ya por Europa y los Estados Unidos. En esos espacios resultaba un sujeto extrañado, distante desde el punto de vista cultural y afectivo, amén de la identificación sentimental con sus raíces ibéricas o su entusiasmo ante el mundo galo. Esta experiencia, en cambio, ha devenido grato deslumbramiento, verificación in situ de coincidencias largamente intuidas.

La noción del “pasado milagroso” aquí expuesta, da continuidad a una idea que se remonta también a la etapa guatemalteca, concretamente a su texto “Poesía dramática americana” (1878), en el que reclama originalidad expresiva acorde con los temas que deben nutrir la literatura de su época. Estos se encuentran, en gran medida, en las fuentes historiográficas, estrechamente ligadas al mito y las tradiciones orales, lo que significa, en el texto citado, el reconocimiento de que poseemos un pasado a la vez “histórico y fantástico”,[3] y que como tal debe ser concebido y expresado por el escritor americano. Esa conciencia de la valía de los mitos fundadores, equiparados a la mejor tradición clásica, presente en el texto que nos ocupa, donde se pone en claro la existencia de “cuatro siglos de epopeyas no trovadas”,[4] adquieren una dimensión superior, evidentemente, en las líneas subrayadas en el párrafo anterior, pero tal vez su expresión más acabada y sintética la alcance en La Edad de Oro, ya a finales de la década, cuando se decide a renovar desde los cimientos mismos la educación del futuro hombre americano. El modo más convincente de referirse a ese legado del que somos consecuencia y cúspide es declarar: “¡Qué novela tan linda la historia de América!”.[5]

Más adelante, en los inicios del segundo y último número, dirá: “No se ha de pintar el cielo de Egipto con brumas de Londres; ni el verdor juvenil de nuestros valles con aquel pálido de Arcadia, o verde lúgubre de Erin”.[6] El americano fervoroso, que consagrará sus empeños al bien de la patria mayor, aflora en esas breves líneas no solo señalando una carencia de las letras que le precedieron en el continente, sino mostrando el camino de la búsqueda hacia modos de expresión propios, que se correspondieran con la novedad del mundo que debían contar y definir.

Sin embargo, como hombre plenamente responsable de su misión de periodista, presta especial atención al proceso de recepción, a las opiniones de los lectores y de la crítica, pues se sabe inmerso en una tarea renovadora que junto al aplauso también encontrará la incomprensión y probablemente el descrédito. No hay asomo de servilismo para halagar a los inconformes. Sin dejar de ser respetuoso, se enorgullece de las censuras, pues ellas también dan fe de los primeros frutos de su labor:

Unos hallan la Revista Venezolana muy puesta en lugar, como que encamina sus esfuerzos a elaborar, con los restos del derrumbe, la grande América nueva, sólida, batallante, trabajadora y asombrosa; y se regocijan de una empresa que no tiene por objeto entretener ocios, sino aprovecharse de ellos para mantener en alto los espíritus, en el culto de lo extraordinario y de lo propio […]. Pero hallan otros que la Revista Venezolana no es bastante variada, ni amena, y no conciben empresa de este género, sin su fardo obligado de cuentecillos de Andersen, y de imitaciones de Uhland, y de novelas traducidas, y de trabajos hojosos, y de devaneos y fragilidades de la imaginación, y de toda esa literatura blanda y murmurante que no obliga a provechoso esfuerzo a los que la producen ni a saludable meditación a los que la leen, ni trae aparejada utilidad ni trascendencia. ¾Pues la Revista Venezolana hace honor de esta censura, y la levanta y pasea al viento a guisa de bandera.[7]

Citar en sus páginas las opiniones contrarias a las suyas, e insistir más en ellas que en los incontables halagos recibidos, es, además de una muestra de valentía y una saludable disposición a la polémica, al diálogo abierto con lectores a los que había que educar en los requerimientos de los nuevos tiempos, un recurso eficaz, inteligente, para exponer los argumentos propios, en un ambiente de respetuosa comunicación con el destinatario del texto. Su disposición a responder cada interrogante, a atender cada preocupación del público, está expuesta en líneas cercanas al fragmento arriba citado, y de no haberse malogrado el proyecto en sus mismos inicios, habría arrojado resultados interesantes.

Desde el primer momento manifiesta el cubano su preferencia por el estudio de los hombres prominentes. Es esta una vía de acceso al conocimiento cierto de cualquier pueblo, pues los caracteres ejemplares muestran de modo insuperable las cualidades y defectos que los distinguen, a la vez que se convierten en saludables modelos a imitar para el resto de la comunidad, si se trata de personajes positivos. En tal sentido deben ser vistas las semblanzas que dedicara a don Miguel Peña y a Cecilio Acosta, a quienes se propone honrar por sus méritos personales y por su vocación de servicio a sus conciudadanos. Desde entonces tiene temprana conciencia de algo que sintetizará de modo especial en su semblanza “El general Grant” (1885): “Culminan las montañas en picos y los pueblos en hombres”.[8] Sin embargo, vale destacar la sagacidad con que alude al primero de los dos venezolanos aquí retratados, pues aunque se trataba de una figura pública, de amplio reconocimiento, sobre todo en su natal Valencia, su biografía presentaba zonas escabrosas, que si bien no debían magnificarse en detrimento de sus méritos, tampoco debían ser pasadas por alto, máxime cuando encontraban eco en el medio circundante.

Los contrastes entre virtudes y defectos, concretados en inteligencia y valentía de un lado, y arrogancia y ambición de poder, de otro, que condujeron a Miguel Peña tanto a actos magnánimos como a sediciones lamentables, lesivas para la unidad de granadinos y venezolanos, son vistas con singular sentido de la justicia en esta semblanza. Si se piensa que aparece en el primer número de la revista, y que su frase inicial, “Honrar, honra”[9] ha devenido aforismo trascendente, pauta ética para el diario quehacer ciudadano, hay que meditar en la intencionalidad ideológica subyacente. Resulta claro, entonces, el cuestionamiento de aquellas actitudes que no deben ser imitadas, en tiempos en que había que cimentar la república, consolidar la libertad tan duramente conquistada en las campañas independentistas, desprenderse del apego al caudillismo y de las contradicciones entre pueblos hermanos.

No debe perderse de vista que en esos momentos gobernaba Venezuela un hombre ilustrado, Antonio Guzmán Blanco, quien también atentaba contra la libertad y desbordaba autoritarismo y ambiciones políticas. Si se atiende a esto último, el retrato de don Miguel Peña puede ser asumido, también, como un ataque oblicuo a la situación reinante en el país, formulado desde el análisis de un pasado relativamente cercano, pero cuyas consecuencias se extenderían, incluso, hasta el propio siglo xx. Era un modo de cuestionar, sin incidir directamente en asuntos de política doméstica, lo cual fue siempre una norma de conducta seguida por Martí, dada su condición de extranjero.

Pedro Pablo Rodríguez asegura, siguiendo el testimonio de Francisco J. Ávila,[10] que fue Eloy Escobar quien sugirió el tema a Martí. Evalúa la referencia a Peña de este modo:

Podría considerarse en sentido contrario la aceptación por Martí de la sugerencia de Escobar de escribir sobre Miguel Peña en el número inicial de la Revista Venezolana, pues con ello halagaba la actuación presidencial, que al calor del septuagésimo aniversario de la declaración de independencia, homenajeó al prócer independentista venezolano. Pero es evidente que en Martí primó el deseo de tratar la efeméride y quizás de reconocer el positivo proceder patriótico gubernamental, ya que a lo largo de su vida no escatimaría el elogio en casos semejantes. De todos modos, y comoquiera que hayan sido enjuiciados los propósitos de ese escrito por el público caraqueño, acostumbrado a la exaltación de las obras y decires del presidente, no hay indicios ni evidencias de su conducta opositora o meramente de crítica pública de Martí al gobierno venezolano.[11]

Sin embargo, podemos considerar el asunto desde otra perspectiva, sobre todo si se tienen en cuenta las particularidades del retrato que hace Martí del patriota venezolano, y el modo especial en que alude a los rasgos de su personalidad: “Así se va extinguiendo, con su capacidad para la grandeza, aquella vida que comienza en monte y termina en llano. Para amoldarse a los tiempos tuvo siempre aptitud maravillosa, y era de aquellas raras naturalezas que tenían en igual suma la dote de destruir y la de cimentar”.[12]

La exquisitez de la prosa hace olvidar, en una primera lectura, que se trata de un hombre veleidoso, oportunista y contradictorio, lo cual se advierte con un mínimo de detenimiento. La audacia más notable está dada no solo en lo que dice, sino en el momento en que lo hace, cuando se le erige una estatua en su amada ciudad de Valencia, acto que significa, en cualquier lugar, consagración como padre fundador y reconocimiento oficial. Esto es aún más significativo cuando se tiene en cuenta, según ha afirmado Salvador Morales, [13] que el propio presidente Guzmán Blanco había pronunciado un discurso laudatorio en fecha cercana al texto de Martí. Arrojará mucha luz sobre el asunto consultar el citado documento, no estudiado hasta ahora, y compararlo con el texto martiano, pues permitirá aquilatar en su justa medida hasta qué punto establecen una relación controversial o coincidente, labor que emprenderemos en páginas sucesivas. Vistos estos hechos, la mención cuidadosa, ciertamente, pero mención al fin, de las zonas oscuras de su biografía, significa ponerlo en tela de juicio en un momento de homenaje nacional, lo cual contradice tangencialmente la política gubernamental al respecto.

Más adelante, y como conclusión respetuosa de un retrato en el que no ha olvidado hecho tan lamentable como la detención de Miranda,[14] ni ha dejado de destacar su lealtad a Bolívar, sintetiza de modo magistral:

De sus adversarios muy temido; de los valencianos muy amado, de los amigos de las cosas viejas, visto como un atleta de las nuevas; dotado de áspera entereza en el carácter y de blandura sorprendente en el talento, grande primero, pequeño algunas veces, hábil, apasionado y elocuente siempre, murió al cabo, en el crepúsculo de aquella guerra fúlgida, que habrá de ser perpetua admiración de los humanos, aquel letrado brioso que se habría revelado contra un trono, dado vida y muerte a una república y cercenado de sus ruinas otras.[15]

La Opinión Nacional, por su parte, declaró a propósito de la aparición de la Revista Venezolana y concretamente respecto al retrato de Peña:

El segundo artículo es de feliz oportunidad. Contiene el boceto histórico del Dr. Miguel Peña, cuyos servicios conoce a fondo el autor, y cuyo carácter describe como si hubiera acompañado al gran patricio en todas las vicisitudes de su vida pública.

¡Cómo sabe el señor Martí mejor que los mismos compatriotas de Peña, todos los incidentes de su carrera de triunfos y reveses en que nunca desmintió el amor a la patria, el valor civil y la confianza en su poder intelectual![16]

También en el periódico caraqueño se alude al hecho de que Guzmán Blanco, el “Ilustre Americano”, como era llamado por sus seguidores, andaba de gira por varias zonas del país, y se anunciaba, varios días antes de la salida del primer número de la Revista venezolana, el homenaje público que se le tributaría a don Miguel Peña en Valencia, y en el que el presidente haría uso de la palabra. Juan Luis Aldrey, hijo del director del diario, acompañó al mandatario en su periplo y reportó los acontecimientos de cada jornada, que eran publicados al día siguiente. Así, puede leerse en La Opinión Nacional del 30 de junio de 1881, que la estatua, dedicada por el presidente en persona, sería inaugurada el 4 de julio, en coincidencia con la fecha “en que el elocuente Peña pronunció, en 1811, su discurso en la Junta Patriótica de Caracas, probando la necesidad de que el congreso a la sazón reunido declarase la independencia de Venezuela, como en efecto la declaró el siguiente día, el 5 de julio de 1811”.[17]

Más adelante, en esta propia crónica, escribe Aldrey hijo:

Al decretar la estatua que ha de perpetuar la memoria del Dr. Peña, El General Guzmán Blanco quiso sin duda honrar el patriotismo abnegado, glorificar el talento y la elocuencia parlamentaria de los primeros apóstoles de la libertad, y enaltecer el civismo que desafió las iras del poder de la conquista, al iniciar aquella revolución desigual y rodeada de peligros. Y eso es lo que simboliza la estatua de Peña, hoy con mayor razón, que ha dejado de existir el caudillaje proveniente de nuestras guerras intestinas y que la paz es la deidad que protege todos los intereses de la patria regenerada.[18]

Martí debió haber tenido información sobre estos hechos, bien por la lectura directa del diario, o por su relación con algunos de los directivos o periodistas. Ese pudo haber sido un incentivo más para escribir la semblanza, amén de la efeméride ya aludida, y de la información directa proporcionada por Aldrey, totalmente incongruente con el pensamiento martiano en lo que concierne al caudillismo, y con la situación real de Venezuela en esos momentos.

 

Deslizar entonces su perspectiva crítica, cuidadosa y elegante, ciertamente, pero crítica al fin y al cabo, demuestra que acá, como había sucedido antes en México o en Guatemala, estaba asumiendo lo que Marlen A. Domínguez Hernández ha denominado la postura del emigrado-participante,[19] que aun desde su condición de extranjero se sentía ligado por vínculos culturales y afectivos a la tierra que lo acogía, y a la que trataría de mejorar en todo lo que estuviera a su alcance. Señalar en momentos de recordación errores lamentables, aunque estén avecinados con grandes virtudes, lleva implícita la intención de evitarlos en el futuro.

 

Releer el retrato de Peña, tan controversial él mismo como personaje, y tan polémico el texto sobre el que se han emitido luego los criterios más diversos, me ha conducido a encontrar la explicación más convincente respecto a sus probables intenciones, en palabras del propio Martí. Estas fueron escritas cinco años después, en la semblanza de otro hombre notable, el presidente norteamericano Chester Alan Arthur: “No mueren nunca sin dejar enseñanza los hombres en quienes culminan los elementos y caracteres de los pueblos; por lo que, bien entendida, viene a ser un curso histórico la biografía de un hombre prominente”.[20]

 

Al leer el discurso de Antonio Guzmán Blanco, pronunciado el 4 de julio, es fácil percibir que este había tenido noticias directas respecto a la semblanza de Peña y al elogio a la Revista Venezolana que había hecho La Opinión Nacional el 1 de julio, o acaso los había leído ya. Luego de un largo preámbulo laudatorio, en que despliega dotes de orador y dominio del idioma, y en el que reconoce el valor, la inteligencia y la firmeza de carácter del homenajeado, declara lo siguiente:

 

No me detendré a destacar esas débiles sombras que en vida tan refulgente trataron de arrojar los enemigos del Dr. Peña, porque si bien es cierto que el [lastre][21] de esas almas elevadas es tener quien las envidie, también es verdad que cualquiera (sic) desfavorable tentativa ha fracasado ante la verdad de los hechos y ante este noble espectáculo que ahora mismo se ofrece a nuestra vista y que significa nada menos que la protesta del país en honor del hombre que hoy conmemoramos.[22]

 

Es evidente, a nuestro modo de ver, la alusión entre líneas al texto de Martí, y es este, posiblemente, el origen de la reserva, y luego de la franca hostilidad del presidente hacia el cubano, lo cual estallaría, como veremos a continuación, en el segundo y último número, cuando aparecería la semblanza de Cecilio Acosta.

 

Con estas memorables páginas dedicadas a un hombre sabio e íntegro, se completaba, aunque no lo hubiese expresado claramente, su rechazo al guzmancismo, ya insinuado desde el número anterior, a la vez que mostraba su extraordinaria talla moral e intelectual. La mayor prueba de que era considerado peligroso por las autoridades del país fue su salida de Venezuela, que truncaría en sus mismos inicios aquella empresa cultural.

 

Aunque se haya frustrado este proyecto dirigido al bien de América, en sus bases estaban ya las motivaciones esenciales que encauzaría en el futuro. Si atendemos a la coherencia de su pensamiento, se reiteran motivaciones similares en La Edad de Oro, independientemente de que varíen los códigos expresivos en función del destinatario. Incluso en un proyecto tan poco estimado por el propio Martí como El Economista americano, insiste siempre en aquellas figuras de sus coterráneos ilustres, que deben ser motivo de orgullo para nuestra área geográfica y cultural, en un periódico destinado fundamentalmente a la emigración hispana en el país norteño. Era una vía más, aunque fuera en una publicación menor, de claros propósitos mercantiles, para fortalecer el vínculo con las raíces, cortado brutalmente por el entorno hostil, que tanto lesionaba la autoestima de aquellos que dejaron la casa propia en busca de mejores horizontes, no siempre hallados. Vale la pena en ese sentido repasar los textos que aquí dedica a Heredia, Eloy Escobar,[23] Juan de Dios Peza,[24] entre otros. Vistos desde esta perspectiva, todos ellos vienen a ser corolario de lo iniciado en las cercanías del Ávila a inicios de la década, muestras del proyecto americanista madurado en estos años.

[1] Obras Completas. Edición crítica (OCEC), t. 8, p. 55.

[2] Ibídem, p. 56. Cursivas nuestras.

[3] Ibídem, t. 5, pp. 225-226.

[4] Ídem.

[5] José Martí: La Edad de Oro, en Obras Completas (OC), t. 18, p. 389. El lector avisado advertirá de inmediato el carácter precursor del pensamiento de Martí respecto a la relación mito-historia-literatura para el siglo xx americano. Al respecto, véase de Marlene Vázquez Pérez: Martí y Carpentier: de la fábula a la historia, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2005.

[6] OC, t. 7, p. 212 y OCEC, t. 8, p. 92.

[7] JM: “El carácter de la Revista Venezolana”, 15 de julio de 1881, en OC, t. 7, p. 208 y OCEC, t. 8, p. 88.

[8] OC, t. 13, p. 84.

[9] José Martí: “Don Miguel Peña”, en OC, t. 7, p. 135 y OCEC, t. 8, p. 59.

[10] Véase de este autor: Martí en el periodismo caraqueño. El estilo prospectivo de un maestro de la comunicación social, Imprenta Municipal, Caracas, 1968.

[11] Pedro Pablo Rodríguez, ob. cit., p. 132.

[12] OC, t. 7, p. 149 y OCEC, t. 8, p. 75.

[13] Véase de Salvador Morales, ob. cit., nota 55, p. 82.

[14] “¡Ah! ¿por qué firma Peña la orden de prisión de aquel anciano, de quien tenía el gobierno del puerto de La Guaira, en que lo prendía? ¿Qué es la grandeza, sino el poder de embridar las pasiones, y el deber de ser justo y de prever? Miranda, que en su capitulación con Monteverde desconoció el vigor continental e inextinguible de las fuerzas que estaban en su mano, no cometió más falta que esta. Era él anciano, y los otros jóvenes; él reservado, y ellos lastimados de su reserva; él desconfiado de su impetuosidad, y de su prudencia ellos; quebraron al fin el freno que de mal grado habían tascado, y creyeron que castigaban a un traidor, allí donde no hacían más que ofender a un grande hombre”, en OC, t. 7, p. 139 y OCEC, t. 8, p. 63.

[15] OC, t. 7, p. 150 y OCEC, t. 8, p. 76.

[16] La Opinión Nacional, “La Revista Venezolana”, viernes, 1ro. de julio de 1881, año XIV, mes VII, p. 2, col. 2.

[17] La Opinión Nacional, jueves 30 de junio de 1881, año XIV, mes VI, p. 2, col. 3.

[18] Ibídem. Las cursivas son nuestras.

[19] Véase su texto: “Martí emigrado: la voz de los otros”, en Congreso Internacional José Martí en nuestro tiempo [celebrado en Zaragoza, 26-28 de enero de 2004] / Coordinador José A. Armillas Vicente. —Zaragoza: Institución “Fernando el Católico”, 2007, pp. 119-131.

[20] OC, t. 13, p. 156.

[21] Lección dudosa en microfilme.

[22] La Opinión Nacional, 4 de julio de 1881, p. 2, col. 3.

[23] OC, t. 8, pp. 201-204.

[24] OC, t. 8, pp. 204-209.