Los dos decenios finales del siglo XIX vieron acrecentarse el desarrollo de la sociedad industrial y la aparición de los primeros monopolios en los sectores económicos junto con el sustancial aumento del poderío bancario. Así, la modernidad capitalista transitaba entonces hacia lo que posteriormente se llamaría el imperialismo, y, como parte de ese proceso, se agudizaron las contradicciones entre las grandes potencias, en franca rebatiña por controlar los mercados abastecedores y consumidores, sobre la base casi siempre del control territorial de las sociedades poco avanzadas en el capitalismo. Se consolidó definitivamente la formación del mercado mundial más allá de cualquier frontera y se repartieron vertiginosamente pueblos, naciones y estados de África, Asia y la zona del Pacífico.
Desde entonces, mercancías, mercados y comercio, acompañados de las conquistas coloniales, zambulleron a las más diversas sociedades y culturas, hasta esos momentos relativamente aisladas, en la vorágine de esa modernidad cambiante, que tendía a ponerlas a su servicio.
A las guerras y conflictos de todo tipo entre las grandes potencias modernas de Europa se fueron sumando nuevos actores como Alemania e Italia, y dos surgidos fuera de ese Viejo Mundo: Japón, en Asia, y Estados Unidos en las Américas. El primero tendió sus miradas y sus garras hacia el continente y las islas cercanas; el segundo, que ya había ensanchado su territorio del Atlántico al Pacífico, se aprestaba a disputarle sus influencias hacia el sur del continente a las potencias europeas, sin desdeñar el movimiento hacia el oeste por el Océano Pacífico.