José Martí y el pensamiento latinoamericano, sondeando un impacto sobre las nuevas generaciones.
Por: Ms.C. José Antonio Bedia Pulido

Una aproximación a los estudios generales lleva a reparar que José Martí, el más universal de los cubanos, sin invocar el término docente invoco reiteradamente su significación. Sírvanos un poco de la historia y valoración de los estudios generales en su incidencia humana, en su espíritu no meramente pedagógico, sino de articulación investigativa y de producción de conocimientos para darnos cuenta de ello. Tal correspondencia con un trasfondo político-social, determinado por cada momento histórico marcando el cauce de las sendas del progreso y las interrelaciones dialécticas.
Desde un principio estas aplicaciones rebasaron el trivium y el cuadrivium, hicieron emerger el título de Studium generale devenido ulteriormente en Universidad y lo que esa palabra representa, _lo uno y lo diverso_, la pluralidad, el cosmopolitismo. Su historia, tras el arribo europeo a nuestro continente avocó a esos estudios nuevos compromisos; el rápido y violento cambio que trajo el encuentro de culturas, o más bien su riña, concluyó en la diversidad que América exhibe.
Lo universal se engrandeció, una pluriculturalidad dispuso la herencia aborigen, sus ideogramas, aun por descifrar en su mayoría. Para enfocar esas culturas solo dispusieron de algunos códices, los testimonios de Sahagún, Diego Durán, Poma de Ayala, del Chilam Balam y poco más. Aquellos naturales del hemisferio en sus cosmovisiones reiteraban construcciones y destrucciones, sucesivos “katunes” en busca del mejoramiento humano, ello resultaba opuesto a la perspectiva triunfalista de los conquistadores europeos del siglo XVI, híbridos, espada y rosario en mano, a la par frutos renacentistas. Tal contradicción no impidió la asimilación, el tránsito, como ejemplifica Gonzalo Guerrero, para unos “el renegado”, para otros “el padre del mestizaje cultural”.
El amalgamiento generado va mucho más allá de la mezcla de sangres, resulta unificación de disonantes condiciones etnias y linajes, disuelve contradicciones que parecían antagónicas. De un lado el tesón y la temeridad española dispuesta a doblegar lo que aparezca enfrente; contrapuesto el estoicismo aborigen, capaz de resistir la muerte y el sufrimiento bajo las armas superiores del invasor. Así ocurrió con los caribes de nuestras costas, los araucanos del cono sur o los apalaches de la Florida. Otros como aztecas e incas vieron licuar sus culturas. El barroco de indias continuó la trasmutación cultural.
Fluyen las ideas, corre el tiempo y mientras España intenta mantener sus dominios “bajo el reino de Dios” el resto de Europa se decanta por el “reino del hombre”. Con las luces la libertad es enarbolada como bandera. Entonces en el hemisferio occidental lo foráneo es re-tomado, ya no con una evangelización de acero y el arcabuz sino con el signo redentor que invoca Montesquieu en su capítulo segundo de El espíritu de las leyes (1748): “La libertad es el derecho a hacer todo lo que la ley permite”, de Rousseau y su octavo capítulo de El contrato social (1762): “La libertad significa obediencia a la ley que nos prescribimos a nosotros mismos”.
Diversos fueron los discursos teóricos que coexistieron en aquel período, los derechos naturales de Locke y Paine, el humanismo crítico de Jefferson y Mazzini, la historia estadual de Smith y Constant, el utilitarismo de Bethan y Mill, la sociología de Tocqueville. Tal multiplicidad discursiva avanzó sus reclamos desde el gobierno constitucional hasta posiciones avanzadas de amplia base social, sincrónicas con las grandes revueltas indígenas y un caleidoscopio de enfoques emancipadores. Entonces lo pluricultural era sellado por el obispo de Valladolid, Manuel Abad y Queipo, cuando apuntaba: “El color, la ignorancia y la miseria de los indios los coloca a una distancia infinita del español [americano]”.
Diversos signos independentistas abren el XIX, las ideas modernizadoras habían penetrado en la región, con ellas como divisa triunfó la emancipación. En un primer momento quienes abrazaron dichos principios fueron los intelectuales más radicalizados, pero erraron en proyectos eminentemente teóricos y distanciados de nuestras realidades.

El liberalismo que surge de la independencia analiza el desarrollo de las nuevas repúblicas […] desde lo que considera el centro de la civilización; Francia e Inglaterra. Ve allí el futuro, el modo de ser. Luego al volver los ojos a América a su realidad lo que ve le desalienta y cree que el camino para conseguir ese futuro es deshacerse del pasado… Pero aun cuando se soñaba con París de hecho se seguía viviendo en Buenos Aires, como en los Andes, la tradición colonial..

El fracaso al armonizar idea y realidad condujo al desorden social y administrativo, al despotismo y el estancamiento económico, a la militarización. Dictaduras conservadoras fueron sustituyendo a los próceres de la independencia, se entronizaron como fuerza política, pretendieron con viejas formas gestar noveles naciones. Un cuarto de siglo más tarde se apreciaba que solo lograron perpetuarse en el poder, y lo que fue su inmediato objetivo a la larga resultó su única meta.
La economía siguió estancada, es más, involucionó, no logró alcanzar siquiera los índices de la época colonial. Las finanzas públicas fueron afectadas por la contracción económica, los problemas sociales parecían insuperables. Las ideas de cambio tuvieron que sostener una dilatada lucha contra aquel espíritu colonial. Los liberales, membrete político surgido en las cortes españolas de 1818 para designar a los partidarios de la libertad, fueron quienes se encargaron de divulgar las teorías modernizadoras. En las regiones donde la explotación a la vieja usanza era más aguda contaron con mayor número de adeptos.
La Historia simboliza su triunfo hemisférico en los hitos de la batalla de Caseros, 1852 y el plan de Ayutla, 1854. Por esa época en la mayor de las Antillas nace José Martí, encarna la fusión cultural universal, acá desatada. Hijo de españoles, adquiere lo mejor del saber cubano, inicialmente, de manos de uno de los más importantes poetas habaneros Rafael María de Mendive, su maestro. Adolescente respira los aires emancipadores antillanos, la Guerra de Restauración en República Dominicana, 1863-1865, el levantamiento de Lares en Puerto Rico, 1868, en el propio año el de La Demajagua en Cuba.
La experiencia practicada en tierra firme resulta paradigmática para los insulares. Al calor de una efímera libertad de imprenta, a inicios de 1869, rubrica sus primeros textos políticos, sella su toma de partido: “O Yara, o Madrid”, tal postura le deparara cárcel y destierro, “fea escuela”, según sus palabras. Graduado de letras y abogacía en la Península, regresa a América, aprovecha los aires libertarios del México post juarista bajo el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada, se forja periodista.
Aborda los más diversos temas de aquella realidad, tasa el papel de la docencia en su praxis: “Cuando todos los hombres sepan leer, todos los hombres sabrán votar, y, como la ignorancia es la garantía de los extravíos políticos, la conciencia propia y el orgullo de la independencia garantizan el buen ejercicio de la libertad. Un indio que sabe leer puede ser Benito Juárez, un indio que no ha ido a la escuela, llevará perpetuamente en cuerpo raquítico un espíritu inútil y dormido.”.
La educación, uno de los estandartes modernizadores, combatiría la autocracia y la barbarie, nuestros males. Fue una senda obligada de los ánimos políticos latinoamericanos del XIX; sin embargo implicó un nuevo sojuzgamiento de las culturas propias. Encarando aquella dicotomía Martí precisa: “¿Qué ha de redimir a esos hombres? La enseñanza obligatoria. ¿Solamente la enseñanza obligatoria, cuyos beneficios no entienden y cuya obra es lenta? No la enseñanza solamente: la misión, el cuidado, el trabajo bien retribuido.”
Su introspección le lleva a nuevos problemas, a pensar más allá, entonces plasma un término que resulta antológico, “nuestra América”. De su mano vendrán los más profundos análisis socio-culturales de la patria grande. No ocultó las diferencias e identidades, abrazos y choques, tradiciones y esperanzas; los intentos, tenaces, de adoptar lo foráneo. Por sobre todo halla lo que entrelaza: “Pueblo, y no pueblos, decimos de intento, por no parecemos que hay más que uno del Bravo a Ia Patagonia.”
Sostiene, sin invocar el término, la identidad latinoamericana, da cuenta de ella como proceso, profiere: “Interrumpida por la conquista la obra natural y majestuosa de la civilización americana, se creó con el advenimiento de los europeos un pueblo […] mestizo en la forma, que con la reconquista de su libertad, desenvuelve y restaura su alma propia.”
La expresión patrimonial americana no reside en posiciones nihilistas ni en la retracción a culturas prehispánicas, tampoco en desdeñar lo elaborado a partir del mestizaje cultural bajo la colonia. No se resuelve mediante la batalla entre civilización y barbarie; radica en armonizar los diversos caracteres que nos componen, requiere una disposición a aprehender lo nuevo sin perder el sesgo de nuestra autoctonía, capaz de armonizar teoría y praxis. Sus actividades le deparan un largo peregrinar; en México, Guatemala y Venezuela conoce in situ la realidad postcolonial hispanoamericana, la dicotomía liberal-conservadora, el dilema de los caudillos eternizados en el poder y la coerción ejercida sobre las culturas autóctonas en aras de un progreso que fija horizontes, en realidades ajenas a las nuestras.
Martí, reconoce lo complejo del quehacer sicosocial, confiesa que la América está abocada a una época de reconocimiento y remodelación, a la ardua tarea de gestar la patria nueva con caracteres propios; consciente de la ciclópea tarea plantea: “Es la facilidad sirena de los débiles; pero motivo de desdén para los fuertes […] Es fuerza andar a pasos firmes, apoyada la mano en el arado,_ camino de lo que viene con la frente en lo alto. Es fuerza meditar para crecer: y conocer la tierra en que hemos de sembrar. Es fuerza, en suma, […] hacer la obra.”
Sus pasos le llevan a “las entrañas del monstro”, como escribió; allí estructura un discurso de alerta, propone como solución crear, no imitar ni desestimar lo nuestro. Martí conecta con lo mejor de la tradición profesoral hispanoamericana, constata la vigencia de la disyuntiva planteada por Simón Rodríguez: O inventamos o erramos. Sus tiempos, como los nuestros, requerían creación, palabra de pase al futuro. Años en los Estados Unidos no le apartan en su defensa de lo nuestro, al contrario allí se erige vocero denunciante del desborde norteño, de los nuevos peligros.
El antagonismo, nuestra América frente a la otra América, que no es nuestra, lo sostiene a partir de un profundo conocimiento de las problemáticas políticas y psicosociales de ambas secciones continentales. Sus visiones registran con perspicacia la vida en esa gran nación del norte, abigarrado mosaico étnico gobernado con expansiva política exterior. Ante ello, una vez más, el saber resultaba valladar: “trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra”. Compelía a no ser los pasivos representantes de la alienación, los adalides de un proceso civilizador exótico la “máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España.”
No debíamos encarar el futuro desde un servilismo extranjerizante, por “moderno” que resultase. Aquel panorama se ensombrecía con las fracturas interamericanas, ellas dificultaban la viabilidad de un proyecto de unidad continental. Esa atomización respondía a un complicado proceso de reordenamiento de los espacios económicos y políticos del orbe. El panorama facilitó el cónclave panamericano de 1889, “aquel invierno de angustia, en que por ignorancia, o por fe fanática, o por miedo, o por cortesía, se reunieron en Washington, bajo el águila temible, los pueblos hispanoamericanos.”
Reflexionando sobre las tensiones de aquel XIX finisecular vislumbra un futuro complejo, nuevas desazones; en 1891 publica el ensayo Nuestra América, uno de sus textos más reimpreso, sella lo perentorio de nuestra integración, plantea: “Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos”. Los peligros para los estados de Hispanoamérica se habían metamorfoseado, ya no eran riesgos a temer las distantes metrópolis europeas, y los deslindes fronterizos hispanoamericanos tomaron un receso hasta la Guerra del Arce entre Bolivia Perú y Brasil (1899-1903).
Su obra refleja aquel tiempo, posterior a la conflagración secesionista y la cruzada ferrocarrilera que se expandió de este a oeste en norte América, que llevó un nuevo “progreso” sobre las naciones autóctonas de la mano del Winchester. Cuando los Estados Unidos pretenden erigiese “defensores de la libertad” continental, retomando la doctrina Monroe, ahora de la mano de la filosofía del poder naval esgrimida por el contraalmirante Alfred Teodoro Mahann.
El ensayo martiano de 1891 es parte de la réplica ideo-política entre las dos facciones que componen el continente. Es respuesta de un momento histórico, pero ostenta valores imperecederos, se corresponde con la búsqueda de la redención plena del hombre y los derechos de las naciones etnias y distintos sectores sociales que nos integran. Resulta la expresión de que no hay batalla entre la civilización y barbarie, sino en la errada aplicación de modelos importados y la autoctonía. Martí insiste en conocer, pues ese es el primer paso si se quieren resolver los dilemas de nuestras realidades, el enigma hispanoamericano.
Analiza Martí el fracaso del libro importado y de los proyectos gubernamentales que fracturaron la posibilidad de un pacto interétnico capaz de fundar un nuevo orden, en su propuesta independentista antillana; intenta una sociedad de equidad, encara nuevos riesgos, así expresa en una carta a un compatriota, Serafín Bello: “Llegó ciertamente para este país, [los EE.UU.] […] la hora de sacar a plaza su agresión latente, y como ni sobre México ni sobre Canadá se atreve a poner los ojo, los pone sobre las islas del Pacifico, y sobre las Antillas, sobre nosotros.” Prevé los acontecimientos de 1898, la primer guerra imperialista en su acepción moderna.
Las mutaciones estructurales acaecidas en metrópolis y periferias produjeron ese nuevo imperialismo, no podía dejar de expresarse en lo más lúcido del pensamiento hispanoamericano. Ya durante la etapa pre-imperialista de la expansión territorial de los Estados Unidos había suscitado inquietantes advertencias y denuncias; pero la década de 1890 evidenciaba un diferente tipo de absorción en la cual la posesión territorial es relativamente indiferente. La percepción de las nuevas formas de dominación no era fácilmente discernible, correspondía a la intelectualidad su denuncia. Los antillanos Martí, Betances y Hostos, por las especiales condiciones histórico-sociales de las islas, expresaron las más lúcidas formulaciones ideológicas de aquella época.
Llegaba la hora de poner en práctica el saber alcanzado, de la peor forma, en una guerra, dramática toma de partido, un documento firmado por el cubano y el general dominicano Máximo Gómez expresa tal resolución en sus deberes múltiples:
La revolución de independencia […] ha entrado […] en un nuevo período de guerra […] para bien de América y del mundo // […] ve […] las responsabilidades que deben preocupar a los fundadores de pueblos // […] para salvar la patria […] de […] las repúblicas feudales o teóricas […] La guerra […] no es solo hoy el piadoso anhelo de dar vida plena al pueblo […] es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno […] de las Antillas […] a la firmeza y […] trato justo de las naciones […] americanas, y al equilibrio aún vacilante del […] mundo.
Pero la guerra no cumplió su cometido, vio tronchados sus objetivos con la intervención norteamericana, se abrieron las problemáticas que llegan a nuestro tiempo. Hoy una ojeada elemental a ellos desconcierta, la muerte de la utopía, el fin de las grandes causas, el final de las naciones, se juega con la vida o la muerte de la humanidad. La razón instrumental, civilizar la tierra de forma homogénea, sin atender especificidades. Solo podemos encarar tal discurso cohesionando esfuerzos, encarando el fenómeno indistintamente llamado mundialización o globalización.
Insertos en un mundo de colapsadas ideologías “paradigmáticas”, solo justipreciando valores socio históricos será posible sobrevivir la actual coyuntura. Aun la utopía americana es posible, no como el sitio en ninguna parte (ou-topia), sino como Tomás Moro precisa a Erasmo, el sitio de la felicidad (eu-topia). Entonces se hace actual el discurso martiano, por ser inclusivo e integracionista, por rescatar la senda de los próceres de la primera independencia continental; hoy es utópico lo más avanzado del pensamiento regional. El tercer milenio, iniciado con la advocación de un embuste sistemático e industrializado invade todos los espacios; tecnologías en constante renovación son monopolizadas por un puñado de empresas que sustentan la no intervención de los gobiernos en resolver el drama cotidiano.
Se propugna que la mano invisible del mercado y la iniciativa privada, se encargarán de prodigar felicidad y bienestar. Sin embargo, los mercados no operan con trasparencia y esa opacidad se certifica como una de las características básicas de la mundialización. La política hoy, según tales presupuestos, debe replegarse hasta olvidar nuestras identidades para dejar en libertad absoluta a los comerciantes. Esa es la mayor de las mentiras de la actualidad, jamás hubo gobernantes tan fuertes e intervencionistas en la historia de la humanidad.
Los adalides del “gobierno supranacional” no renuncian al ejercicio de su autoridad, ni abandonan sus antiguos fueros. La fusión política-economía ha invertido completamente, al pasaje bíblico: los mercaderes están dentro del templo y lo gobiernan. Con esa realidad parece que la utopía se ha agotado a tenor de las transformaciones de la década de 1990, la crisis de los modelos y sus conceptualizaciones, se nos muestra triunfante el American Dream; las oportunidades están aseguradas a todos, pero consagradas a un individualismo que supone el bien general como la sumatoria de los egoísmos privados, esa no debe ser nuestra utopía.
La universidad americana está en el compromiso de hacer reverdecer del término utopía en interés y reajuste, a tono con la sociedad actual, Martí lo sustentó sobre la unidad, independencia, libertad y fraternidad, consciente de que, “No hay proa que taje una nube de ideas.” Nuestros problemas no han hallado solución dentro de ninguno de los esquemas integracionistas en curso, pero el hecho que la mundialización instaura tampoco puede ser rechazado o negado; nunca es posible volver atrás el curso de la historia.
La crisis modélica que afronta la izquierda consiste precisamente en la formalización de un arquetipo teórico que no ha podido dar cuenta de estas nuevas condiciones. Estamos obligados a pensar en términos globo-liberadores. La herencia de capitalismo dependiente, tipo de modernidad que nos tocó impacta las sociedades latinoamericanas, el proceso de mundialización en curso, apoyado en la alta tecnología, llega precedido y acompañado de un discurso político que pretende hacer creer que este es el único horizonte.
Sin embargo, dicho proceso se desarrolla sobre conocidas pautas del crecimiento desigual y se traduce en un aumento de la institucionalización y la diferenciación social. Es ingenuo plantear que alternativas al orden actual están al alcance de la mano, la situación es en extremo compleja, urge articular una propuesta contra hegemónica basada en nuestro legado histórico, ello es sin duda el mayor desafío de la Universidad actual, es el margen para hacer realizable la utopía americana, concepto que constituye indiscutiblemente un intento de alteridad a la sociedad existente.