Varios intelectuales se han referido a la importancia del factor subjetivo, del amor, la ternura, la utopía y los ideales para la construcción de un proyecto de sociedad mejor. Ernesto Che Guevara planteaba que «el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor». Rigoberto Pupo ha llamado la atención sobre la pasión y la ternura como premisas de todo proyecto humano y social y ha destacado «la necesidad de la ternura que hace tanta falta y tanto bien a los hombres, pues sin sentimiento y almas sensibles no habrá conciencia histórica ni amor patriótico, ni sujeto que impulse el destino de la nación por cauces dignificadores». Armando Hart también ha resaltado «la influencia del factor subjetivo en el progreso y avance de las revoluciones». Por su parte, José Ingenieros defiende la necesidad de inspirarse en ideales y en el afán de perfección para no ser más que «fría bazofia humana».
José Martí es genuina expresión de la excelsitud del ser humano en su más rica espiritualidad y humanidad. La ternura es el estado de ánimo íntimo que da cuenta de nuestra necesidad de recibirla o nuestro deseo de darla. Ese concepto encuentra viva encarnación en las epístolas martianas, desbordadas de delicadeza, afecto, amor y cariño. En ellas, su autor declara, explícitamente, lo vital que resulta la ternura en su vida: «Un cariño me echa a volar; y la falta de él me deja muerto». Considera que «poco hace en el mundo quien no se siente amado». Y reconoce: “(…) más que de aire, vivo de afectos”.
Nos referiremos primeramente a la amistad, ese afecto hondo y desinteresado y palabra que el Maestro consideraba casi tan bella como “patria”, que para él era sublime. Manuel Mercado fue sin dudas su amigo mejor. Lo valora como el “hombre más tierno y puro que jamás conocí”. Las cartas dirigidas a este casi siempre comienzan con saludos como «Mi hermano queridísimo», el uso del superlativo revela que no le basta el vocablo «querido» que significa mucho en sí mismo. Y en las despedidas, le hace saber, efusiva y vehementemente, el amor, admiración y entrañable cariño que le profesa. Se confiesa como “un constante, leal y amoroso hermano”. Le pide que bese a sus hijos y a su esposa: “A Lola, que me guarde mi puesto en cada hora de familia”. Pero, sobre todo, le ruega que lo quiera: “Quiérame mucho, que siempre, en pago de que lo quiero, será poco”.
Sintió especial afecto por la familia Mercado en la que encontró un segundo hogar y alivio para las penas de su azarosa vida: “Hoy quiero más a todo el mundo. Pero a su casa, ya no la puedo querer más.” También le dice: «Toda su casa de Ud. es almohada: y yo vivo sin sueño ni descanso.”
Cuando Mercado deja de escribirle, le reprocha, con encabezamientos como «mi hermano callado» o «mi hermano silencioso». En una ocasión, solo le envía, con amistosa ironía, un breve recado: “En castigo, hoy no hay carta.” De su otro buen amigo, Fermín Valdés Domínguez, se despide, en alguna misiva, con cariño vehemente: «Un abrazote.» Con este también emplea el pronombre posesivo, para expresar la dueñez con que siente a sus más allegados: «Mi buen Fermín».
Si nos adentramos en el amor a su familia, hay que partir de su creencia: «(…) la vida sólo es bella por el deber y por la casa.» Qué decir del amor y martirio por su madre, que representa la primera de las disyuntivas de su vida, al tener que elegir entre la Madre que llora y Nubia que lo reclama. El 25 de marzo de 1895, en vísperas del viaje que lo traería a morir en los campos de batalla, le insiste: “Ud. Se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida (…)” Le hace saber que sin cesar piensa en ella, que su recuerdo va siempre con él, en su creciente y necesaria agonía, y le pide que no padezca.
En función del patriotismo, el deber y el servicio a hombres y pueblos, ante todas las disyuntivas de su vida respondió con el renunciamiento de sí. Vive en la encrucijada: madre y patria, agonía y deber, el deber feliz y el deber triste. En carta a su amigo Fernando Figueredo, escribe: «Todo, Figueredo, se lo he dado a mi patria, hasta la paz de mi casa. Todo va bien en este carro mío, menos el eje, que va roto. Entre la frivolidad satisfecha y el destierro austero, hubo que elegir, y me costó la ventura de mi vida: y aquel brío soberbio que a Vd. le viene de su felicidad, a mí sólo me puede venir del deber triste, y de tener a un hombre como Vd. entre mis amigos». Sin embargo, sabemos que en otros momentos habló del deber feliz y el estado de dulzura al que eleva el alma el cumplirlo puramente. Meses más tarde, a otro amigo, escribe: «Mi enfermedad me llega a lo más vivo. Pena y patria me la causan, si es que para quien la ama como yo, patria quiere decir algo más que pena».
Es desgarradora una de sus cartas a Mercado en la que le revela cómo su elección de vida, le obliga a sobrellevar su preocupación por las estrecheces económicas de su familia; la paz y el bienestar de sus padres; el distanciamiento de su hijo -que intenta aliviar dedicándole tiernos versos en que evoca a «mi reyecillo» o «mi caballero»-; y la dicha de sus hermanas, a las que imagina como «lirios», y de quienes se mantiene pendiente, ora de la salud de Antonia, ora de los estudios de Amelia.
A esta última, le confiesa: «Pero nada me ha hecho verter tanta sangre como las imágenes dolientes de mis padres y mi casa». Le pide que le endulcen la vida a su padre y le sonrían sus vejeces. Ante la muerte de este, le dice a Fermín que una parte suya moría con él; y a su cuñado, José García, a través de quien recibe la noticia, que no le pudo pagar su deuda en vida. A este le agrega: «(…) nunca dejaré de ver a Ud. dando un beso en la frente de mi padre, y reemplazando al hijo ausente». Años antes, ya le expresaba su gratitud por ser el «mejor jardinero» que hubiera deseado para su hermana Amelia «que es flor fina, y da más aroma mientras el aire es más suave». Mientras, a ella le decía: «(…) tú eres como la luz del sol, que mientras más se la goza, se la gusta más».
Da testimonio del amor que profesa a sus hermanas: «Yo las estoy viendo siempre, a mi Chata romántica, a mi Carmen digna, a mi dolorosa Amelia, a mi sagaz Antonia: yo no ceso de verlas un instante». Con las misivas a su hermana Amelia pretende dedicarle todo «un código de ventura» para que fuera una mujer dichosa. Le alecciona: «Ve: el cariño es la más correcta y elocuente de todas las gramáticas. Di ¡ternura! Y ya eres una mujer elocuentísima».
La ternura se desborda en sus epístolas a la familia Mantilla, especialmente en las dedicadas a María. A esta última le pregunta “¿Y cómo me doblo yo, y me encojo bien, y voy dentro de esta carta a darte un abrazo?” Le ofrece consejos útiles para prepararla para una vida virtuosa: «Conocerás el mundo, antes de darte a él. Elévate, pensando y trabajando.” Le trasmite conceptos sobre el amor, los valores, la educación y la estética.
Sobre el primero, con su capacidad de condensar profusas ideas en menudas frases, define: «Amor es delicadeza, esperanza fina, merecimiento, y respeto». Respecto a lo último, le explica su noción sobre la elegancia, que consiste en la sencillez y naturalidad y no en el lujo, la ostentación, lo falso y lo inútil. Predica que «está en el buen gusto, y no en el costo”, y argumenta: “Pero no pondrá en un jarrón de China un jazmín: pondrá el jazmín, solo y ligero, en un cristal de agua clara. Esa es la elegancia verdadera: que el vaso no sea más que la flor”. A propósito, todas las adolescentes y jóvenes deberían leer las páginas destinadas a Amelia y a María por sus valiosas enseñanzas.
En hermosa carta dirigida a Carmen Miyares de Mantilla y sus hijos, en abril de 1895 -momento en el que ya, además de cronista, también era soldado, en el que podía dejar de sentir vergüenza porque no peleaba, y cuando sentía que al fin había llegado a su plena naturaleza, que solo la luz era comparable a su felicidad y gozaba de su dicha de hombre útil- vierte su exquisita sensibilidad. Les dice que piensa en ellos “cuando amanece, cuando anochece, cuando me sale al paso una flor nueva, cuando veo alguna hermosura de estos ríos y montes (…)”
Desde el campamento de yaguas, entre palmas y plátanos, y cuando recién se le secaban las ampollas del remo, les cuenta: “Yo, por el camino, recogí para la madre la primera flor, helechos para María y Carmita, para Ernesto una piedra de colores. Se las recogí, como si los fuese a ver, como si no me esperase la cueva o la loma, sino la casa, la casa abrigada y compasiva (…)”
De su sensibilidad dan fe muchos otros mensajes salidos de su pluma. A Mercado le dice: “Quiero ver siempre junto a mí color, brillantez, gracia, elegancia. Un objeto feo me duele como una herida. Un objeto bello me conforta como un bálsamo.” A Rosario de la Peña, le confiesa: «Amar en mí, -y vierto aquí toda la creencia de mi espíritu- es cosa tan vigorosa, y tan absoluta, y tan extraterrena, y tan hermosa, y tan alta, que en cuanto en la tierra estrechísima se mueve no ha hallado en donde ponerse entero todavía”. Y a Ernesto Mantilla, le aconseja: “Quiere, sirve, habla con finura y trabaja”.
Este ser humano excepcional, a la hora en que, a simple vista, pareciera que tiene que elegir, no hace más que conjugar las diversas facetas de su vida y encumbrarlas todas. Fue hombre de pensamiento, con el que sirvió y fundó; y de acción, que lo llevó a la muerte, pero también a la felicidad. Fue el mejor escritor de las letras hispanoamericanas de su época y el político entregado a la causa de los oprimidos, con los que decidió hacer causa común y con ellos su suerte echar. El patriota aguijonea al intelectual y le confiere mayor brío y hondura a las ideas. El soldado hinca al poeta y la pluma discurre con pasión y echa los versos a volar alto.
En tiempos en que ganan espacio en el mundo -y nuestro país no escapa a ello- la vulgaridad e insensibilidad y también lo trivial y la sensiblería, pierden significación la amistad y el civismo y se pone de moda el desamor, estudiar esta arista de la obra del Apóstol puede ser de ayuda para salvar a la humanidad del «avance» hacia la barbarie de la falsa civilización que propone el modelo capitalista y para que, como él decía, del cerdo y del león triunfe la paloma.