La relación estrecha, íntima y sistemática entre la obra y el pensar de Fidel Castro con la de José Martí es consecuencia, desde luego, de la voluntad del primer líder revolucionario, quien muy prontamente así lo manifestó desde sus primeros textos políticos. Como prueba de ello se ha recurrido a menudo a la frase que pronunciara en su autodefensa titulada La historia me absolverá, cuando calificó al Apóstol de la independencia cubana como el autor intelectual del asalto al cuartel Moncada de Santiago de Cuba el 26 de julio de 1953.
Ciertamente, aquella acción armada puede considerarse la inauguración de Fidel Castro en la vida política puesto que, por un lado, ese hecho le permitió ser ampliamente conocido en la sociedad cubana y, por otro, puso en evidencia que se abría así una nueva manera de enfrentar a la dictadura que había interrumpido la institucionalidad constitucional con el golpe de Estado un año antes: la vía de las armas frente al aparato militar, ejecutor y principal sostén de la tiranía.
No obstante, ya Fidel Castro se había hecho sentir en las lides políticas desde su paso por la Universidad de La Habana –entonces un foco de rebeldía y de formación de cuadros políticos–; por su presencia en la frustrada expedición de Cayo Confites contra la sangrienta tiranía dominicana de Trujillo; por su participación en el bogotazo, el levantamiento espontáneo en la capital colombiana ante el asesinato del popular líder liberal Jorge Eliecer Gaitán; por su activa militancia en el Partido Ortodoxo, que movilizó a amplios sectores nacionales contra la corrupción administrativa; y por sus varias acciones legales y denuncias en la prensa de condena del golpe de Estado de 1952.
El joven que próximo a cumplir los 26 años de edad dirigió el asalto a la segunda fortaleza militar cubana en 1953, ya podía mostrar una hoja de servicios políticos que lo destacaba entre los jóvenes que se hacían notar por aquella época.
Durante los preparativos del aquel primer combate, Fidel Castro se fue asociando con un grupo de jóvenes de diversa procedencia social y geográfica, algunos de los cuales ya se denominaban la generación del centenario, en alusión a que el 28 de enero de 1953 se conmemoraban en todo el país los cien años del natalicio de José Martí, como luego del 26 de julio de ese año se siguieron llamando los revolucionarios que continuaron la pelea. Aquella no fue solo una manera de expresar una conciencia generacional, sino, y sobre todo, de sustentar una postura profundamente crítica acerca de la sociedad y de la necesidad de subvertir sus rasgos de decadencia moral, de su dependencia de Estados Unidos, de su estancamiento económico sobre una base monoproductora y monoexportadora y de la creciente polarización social y el aumento de la miseria entre las clases trabajadoras.
Como había ocurrido desde los años veinte de aquel siglo y durante la frustrada revolución del 30, el ideario de José Martí volvía a ser empleado conscientemente para fundamentar la necesidad de una revolución social en Cuba. Luego el joven Fidel Castro, sobre todo tras su ingreso en la universidad habanera, se formó en la política en esa tradición y en ese ambiente, influido por el proyecto martiano. Sus escritos de entonces evidencian en sus citas textuales y en su propio estilo esa presencia martiana, expresión de una lectura sistemática de la palabra del Maestro. No es casual que en más de cuarenta ocasiones aparezcan referencias expresas a la voz de Martí en La historia me absolverá, tomadas de muy diferentes escritos suyos, lo que manifiesta la familiarización del joven revolucionario con esa enorme obra.
La propia etapa de organización del Movimiento 26 de Julio, luego de ser liberado Fidel de la prisión, tanto en la Isla como en la emigración en Estados Unidos y en México, y los preparativos del regreso a Cuba para reanudar la vía armada, indican una fuerte presencia martiana en su discurso, en la proyección social de sus objetivos, y en la justificación ética del método de acción que se seguiría y de los propósitos de las transformaciones sociales que se emprenderían.
Fidel Castro y sus principales seguidores desde el Moncada y posteriormente –Abel y Haydée Santamaría, Juan Manuel Márquez, Frank País, por solo citar cuatro entre los más significativos de aquella época–, repasaron las páginas del Maestro y aprendieron mucho de su ejecutoria. La unidad entre las fuerzas opuestas a la tiranía a partir de una desvinculación respecto a los grupos reformistas, la necesidad de organizar a los sectores populares y de brindarles un programa que atendiese primordialmente a sus requerimientos de justicia social (tierra, trabajo, educación, salud, verdadera igualdad de oportunidades, orgullo nacional), son elementos claves del carácter martiano del pensamiento fidelista desde entonces.
Me atrevería a añadir que hasta en la singular formación militar de Fidel Castro –quien no cursó jamás escuela castrense alguna y, sin embargo, fue un brillante estratega en la guerrilla y artífice de operaciones de enorme envergadura–, influyeron las ideas del Maestro en cuanto a cómo organizar y dirigir una guerra, junto a su estudio sistemático de las contiendas cubanas contra el colonialismo, en particular de las campañas de Máximo Gómez y de Antonio Maceo. Y, siempre, la eticidad martiana: una de las claves del éxito del Ejército Rebelde fue la desmoralización del Ejército de la tiranía frente a un enemigo que curaba a sus heridos y los devolvía a sus filas.
El joven gobernante devenido pronto estadista perspicaz, el osado líder que proclamó el carácter socialista de la Revolución Cubana ante el inminente ataque militar de la fuerza mercenaria entrenada y apoyada por el gobierno de Estados Unidos, proclamó y se atuvo siempre fiel a ese principio, el carácter martiano de esa Revolución también socialista y adscrita al pensamiento marxista.
Hay quienes han visto una incongruencia en ese doble basamento teórico e ideológico. Para los enemigos de la Revolución ello es una falsedad, algo imposible, puesto que encuentran incompatibles y hasta contrapuestas ambas fuentes, y hasta en la Cuba revolucionaria se ha querido hacer de Martí un marxista. Incluso fue frecuente que entre los teóricos del campo socialista europeo se rechazara abiertamente o se mostrara incomprensión y duda ante semejante plateo por considerar que Martí no fue marxista, con lo cual, de hecho, se situaban en la misma óptica de los enemigos de la Revolución, aunque en su caso desde la perspectiva de la superioridad de lo que llamaban el marxismo-leninismo como teoría revolucionaria.
Ambas posturas, desde luego obvian un punto: tanto Martí como Marx fueron revolucionarios de su tiempo al servicio de las clases populares. Esa fue su coincidencia básica, la que posibilita precisamente que ambos sean referentes de un proceso socialista en Cuba. Y es en ese punto en el que Fidel Castro siempre trazó cualquier tipo de paralelismo, cuidando mucho de que sus palabras no condujeran a la pretensión de convertir a Martí en un marxista.
Pero, en verdad, en un político como Fidel no puede limitarse la explicación de esa postura a los elementos teóricos que informan su discurrir, ni siquiera a los ideológicos: hay que considerar su ejercicio de la política y los objetivos perseguidos a través de ella. Si se procede de ese modo, se comprenderá que la adscripción fidelista al socialismo parte y se fundamenta en el programa revolucionario martiano, a la vez que busca asimilar la creación de ese tipo de sociedad según las características cubanas, siguiendo el llamado martiano a la originalidad plena a la hora de organizar a un país, sin apartarse del conocimiento de las condiciones del país y del tiempo histórico en que se vive.
Es obvio que un análisis a fondo del proyecto socialista en el pensamiento fidelista ha de ir acompañado de un examen de las fases y momentos de la propia Revolución, algo imprescindible en quien como él se movió en la política concreta y no en el quehacer teórico. De modo muy breve, ha de recordarse que hasta 1971 la Revolución Cubana intentó construir una sociedad socialista tras el desmontaje de la capitalista, paso efectuado con suma rapidez entre 1960 y 1961 al ritmo que impuso la confrontación cada vez más aguda con los Estados Unidos, la que abarcó situaciones candentes como la invasión por Playa Girón, el comienzo del bloqueo total económico y comercial, la crisis del Caribe o de los cohetes y las acciones de sabotaje, el apoyo a grupos armados contrarrevolucionarios y las infiltraciones y ataques desde embarcaciones venidas del Norte, además de los más de seiscientos planes para asesinar a Fidel Castro.
A pesar del estado de alerta y de la movilización casi permanente de cientos de miles de combatientes ante la amenaza de una agresión directa de las fuerzas armadas estadounidenses, el proyecto socialista cubano buscó desarrollar un camino propio en lo social y en lo económico, que privilegió el plano moral y estrategias que no ligaran al país exclusivamente a la relación con el campo socialista y la URSS. La entrada en el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), institución organizadora de la colaboración y la distribución de tareas entre los países del campo socialista, acentuó la incorporación cubana a las normas y procedimientos de aquel, aunque Fidel dio impulso personal a ciertas líneas que iban más allá de las fijadas por aquella institución, como la investigación en biotecnología. Y ya en los años ochenta el presidente cubano intentó corregir a escala insular los rumbos del sistema internacional socialista, cuya caída previó.
Es indudable, para quien lea desprejuiciadamente la Revolución Cubana, que Fidel Castro trató por todos los medios de mantener la actuación soberana del Estado cubano y que, una y otra vez, lidió por hallar soluciones originales, no importadas de otras naciones.
Uno de los rasgos más notables de ese pensar desde sí, como siempre lo defendió Martí, es la sistemática y constante labor internacionalista cubana, que tanto en el terreno político como en el de la colaboración económica, siguió el camino trazado por Martí en cuanto al deber de Cuba en América y el mundo, cuya independencia debía contribuir al equilibrio en el continente y a escala universal. En consonancia con ello, la unidad latinoamericana fue caballo de batalla permanente para Fidel Castro, quien se acogió repetidas veces a las argumentaciones martianas al respecto.
Por último, al proclamar y practicar una ética humanista de servicio, tanto en el orden de la actuación individual como social, Fidel se atuvo a los criterios de Martí, y, como nunca antes había ocurrido, los convirtió en preceptos ineludibles para sí y para su pueblo. Se trata, pues, de que más allá de que su formación humana fuera muy influida por sus lecturas de los textos del Maestro, y de su adhesión consciente y voluntaria a su pensamiento, Martí fue ejemplo y acicate para Fidel en su acción revolucionaria y en los amplios horizontes que lo impulsaron durante su vida.
Quizás eso sea precisamente lo primero que habría que decir: Martí no fue moda pasajera en Fidel, ni fuente de aprendizaje durante un determinado período de su vida, ni recetario oportuno para cualquier mal, ni siquiera solo influjo intelectual.
Desde muy joven, Fidel se identificó con la doctrina moral, la lógica del pensar y la plena entrega de Martí al cumplimiento de sus objetivos revolucionarios, encaminados a subvertir a plenitud la sociedad entonces vigente y abrir paso a un país diferente. Sin embargo, es evidente que Fidel no deificó al Maestro, por mucho que este le guiara a menudo, sino que a lo largo de su vida sostuvo un diálogo permanente con él. De ahí, pues que ni sus ideas, ni sus proyectos ni su propia personalidad sean calco, copia, remedo de Martí. Fue la suya una identificación creadora, de tal modo, que nadie yerra cuando afirma que hay un pensamiento propio en Fidel Castro, en lo cual se expresa su asimilación verdadera de la constante apelación martiana a la originalidad de cada cual, de cada sociedad, de cada época.
No hay dudas de que el amor a la patria, el apego a los pobres de la tierra, la fe en el mejoramiento humano y en la utilidad de la virtud son componentes esenciales de la personalidad de Fidel, aprendidos e interiorizados desde Martí. Luego no solo las especiales cualidades de Fidel como líder político (su antimperialismo y su rechazo a las degradaciones del capitalismo, su constante accionar en pos de la unidad de cuantos fueren posibles de ser unidos, su extraordinaria aptitud previsora, su talento para la respuesta inmediata ante cualquier obstáculo o peligro, su creencia en la capacidad de mejoramiento del ser humano, su perspicacia para valorar a las personas), deben mucho a su comunión con Martí, sino que, además, su entrega a sus ideales, su inquietud cognoscitiva y espiritual, en fin, su condición humana llevan, con su indudable toque personal y de estilo, el sello martiano.
Por eso hay que hablar de Fidel, siempre, y por encima de todo, martiano. Y por eso tantos los acompañaremos, a Fidel y a Martí, en la hermosa pelea por el bien del hombre, de un hombre digno y con decoro, en la que tenemos que continuar bregando en Cuba y en el mundo de hoy.