Principia el siglo xix y los cánones políticos occidentales establecen que el hombre moderno –encarnación del progreso– tiene la responsabilidad de pugnar por la instauración de un régimen de libertad, igualdad y propiedad, la república moderna. Se lucha por un gobierno defensor de la razón y la ley, baluarte del respeto de todos ante esa ley prescrita. Tales horizontes abrieron el camino ideológico de la independencia en América Latina, en los albores del siglo, y a finales de 1891, el antillano José Martí, los esgrime en análogas ideas cuando proyecta un futuro comprometido: “con todos y para el bien de todos”.[1]
Si bien en la América Latina continental se acogieron dichos presupuestos republicanos –modernos–, su puesta en práctica resultaba distante luego de tres siglos de despotismo colonial. Instaurar un sistema político asentado sobre el imperio de la ley no se avenía al hábito de ordenar o de servir. No obstante aunque la mayoría de los paladines de aquella empresa combatieron en pos de la igualdad, para frenar los abusos de poder y así hacer valer los derechos fundamentales y las libertades civiles de los ciudadanos; llegaron la independencia y las repúblicas, pero no así la democracia.
De hecho ambos conceptos, tan acoplados al discurso político del xix en América Latina, se erigen sobre principios distintos: república es gobierno de la ley, mientras que democracia es gobierno del pueblo. Entonces, tomar un camino u otro no se traduce en iguales resultados. No obstante, frente a las rígidas concepciones culturales y religiosas sostenidas por la corona, los presupuestos republicanos sobre la libertad de pensamiento, conciencia, cultos, la promulgación de libertades de reunión, asociación prensa y discurso daban forma idílica al gobierno republicano, se tomaba la ley por bandera y se levantaron las repúblicas latinoamericanas atentas al discurso de: “Montesquieu en El espíritu de las leyes, que expresa ‘La libertad es el derecho a hacer todo lo que la ley permite’. A Rousseau en El contrato social, al señalar: ‘La libertad significa obediencia a la ley que nos prescribimos a nosotros mismos’, a Benjamin Constant en La libertad antigua y moderna puntualiza cuando refrenda: ‘La libertad moderna es el disfrute pacífico de independencia individual o privada’” […][2]
Se cobijaron y combinaron la retórica de los idiomas de la economía, la historia y la sociología, con los de la política y el utilitarismo. Vestían los caracteres singulares de su momento redentor con ropajes teóricos ajenos. Las repúblicas erigidas “garantizaban” la libertad política del ciudadano frente a cualquier intento autocrático, tomaban como base la igualdad ante la ley. Parecía ideal, sin embargo, ese logro carente de una equivalencia social y material, se trocó en inicuos resultados, apenas alcanzaban la igualdad de trato jurídico.
La realidad, heredera de tres siglos de colonia y de las más abruptas disparidades sociales, entronizó el triunfo de comerciantes y latifundistas, los únicos beneficiarios del laissez faire, la movilidad de la tierra, los bajos impuestos y el librecambio. Una nueva casta se alzó sobre las masas como los indudables vencedores de las gestas independentistas. Se olvidó el proyecto social de la empresa. La contradicción trajo una oleada de liberales a escena que, imbuidos de ideales europeos, siguieron aún más las pautas foráneas. A partir del medio siglo triunfaron, pero legislaban en América con patrones que atendían problemas de otras latitudes, pero: “aun cuando se soñaba con París de hecho se seguía viviendo en Buenos Aires, como en los Andes, la tradición colonial […] Las dictaduras […] fueron surgiendo ante el fracaso”.[3]
Si los gobiernos conservadores del segundo cuarto de la centuria, y algo más, olvidaron su compromiso social, los liberales que les sucedieron relegaron la realidad interna que, tenida a menos, comienza a visibilizar el resquebrajamiento de los paradigmas sociales republicanos. El individualismo quebraba el orden, la anarquía descomponía los proyectos integracionistas hemisféricos. A lo interno de las nóveles naciones emerge el caos social, administrativo, la militarización y el despotismo; se patentiza el estancamiento económico.
Comienza a resultar indispensable una redefinición teórica que reubicara al sector popular condenado a una posición subalterna en las repúblicas establecidas y que, en la práctica, defrauda a quienes habían soñado con una solución democrática. En las Antillas el panorama político-social resulta más complejo, estancaba la mar, las barreras idiomáticas impuestas por las distintas metrópolis concomitantes en el área, y los progresos o retrocesos socio-culturales resultados de la incidencia de las diferentes dominaciones europeas ya advertidas. Se escindían los sectores poblacionales. Las distintas historias resquebrajan una identificación como espacio concreto.
La independencia de Haití enrareció más esa diversidad (¿una república negra?), luego de la invasión de Jean-Pierre Boyer al oriente de la isla. En las Antillas hispanohablantes, con algo más de asociación, las diferencias económico-sociales eran grandes: el desarrollo de economías ligadas al azúcar, el café o el tabaco gestaba la diferencia, el distinto desarrollo técnico productivo y la necesidad de mayor o menor mano de obra –esclava. Aun así, resulta apreciable que los precursores cubanos y puertorriqueños de la independencia postulen la integración de sus islas mediante una idea de estirpe bolivariana: la confederación. Ese tipo de alianza debía servir para sumar fuerzas a las menguadas opciones insulares, y fue un sello característico del pensamiento antillanista que comienza a exhibir sus premisas ideológicas en la sexta década del siglo. Emilio Cordero Michel ha apuntado que tales ideas se hallan en el movimiento restaurador dominicano.[4]
Sin embargo, en torno a las dos últimas colonias españolas en el Caribe podemos decir que también esos rasgos se originaron en los trabajos de la Junta Republicana de Cuba y Puerto Rico que, en su declaración de principios, subrayaba: “es nuestro deber poner en ejercicio los medios que estén a nuestro alcance para separar a Cuba y Puerto Rico de la dominación española […] // para volver a reunir en una masa los hijos de aquellas dos islas […] // Hemos resuelto formar una sociedad […] que tendrá por objeto la independencia de las dos islas hermanas”.[5]
Uno de los grandes valedores del antillanismo, Ramón Emeterio Betances, al estallido independentista en la mayor de las Antillas, planteó: “Borinquén llama a sus hijos a la conquista de su libertad […] // entremos con Cuba, enlazadas las dos banderas de la revolución, en el concierto de los pueblos libres”.[6] Fueron múltiples las argumentaciones dadas para sobreponerse a toda escisión entre las islas. A la sazón Eugenio María de Hostos llegó a esgrimir una serie de símbolos geológicos, étnicos, culturales e históricos que le llevan a concluir: “no hay en el mundo […] pueblos más ligados […] que las Antillas. Secundemos, pues, […] la obra de la naturaleza; liguémonos a quien ella nos liga”.[7] Pero el llamado a la integración no fructificó en la década de 1870, ni tampoco la independencia.
Había que continuar batallando. Fue entonces cuando José Martí llamó a la libertad. En sus labores como Delegado del Partido Revolucionario Cubano conoce aquella historia y busca su rescate, sin calco. No improvisó: los pilares fundamentales de su republicanismo se asientan en principios aristotélicos, en la división de poderes de Montesquieu, en ideales republicanos de participación política activa de los ciudadanos y en la representación de todas las clases sociales. Estimó que los fines supremos del buen gobierno eran libertad, igualdad, justicia y bien común, la realización plena del hombre. Sin embargo, ese acervo lo emplea en articular un discurso nuevo, al rescate de: “la voluntad y con los recursos de los cubanos y puertorriqueños […] en acuerdo con las condiciones y necesidades actuales de las Islas, y su constitución republicana venidera”.[8]
Para Martí, la obra de unidad antillana es voluntaria. El esfuerzo de justicia en aras de una república nueva otea el futuro, de ahí que declare sus esencias: primero los hombres libres en su voluntad, luego la multiplicación de ese efecto a escala social en concordancia con las exigencias de las islas. Se dispone a construir el entramado sicológico de tales preceptos en los hombres afiliados a una organización para el hermanamiento y la emancipación en de ambas islas: el Partido Revolucionario Cubano. La organización, a su vez, debe hallar la vía de educar en democracia.
Las Antillas independientes deben tomar como referencia la historia de tierra firme, no para repetirla, sino para contenerla. Así su proyecto debe establecerse sobre la identidad latinoamericana y los esfuerzos conjuntos, pero debe sortear escollos y “desviar del frenesí político y librar de toda suerte de tiranía la patria cuya salvación está en la justicia práctica de sus leyes”.[9] Sus ideas de gobierno republicano parten de sempiternos presupuestos teóricos, pero esencialmente de la suma de voces insulares, pues “la unidad de pensamiento […] de ningún modo quiere decir la servidumbre de la opinión”.[10] Solícito de arrojos, trabaja en un proyecto de espíritu y métodos democráticos, busca la libertad y proyecta una guerra –necesaria.
Para alcanzar sus objetivos –el establecimiento de una república nueva donde prime la dignidad humana–, objeta “el espíritu autoritario y la composición burocrática de la colonia”.[11] Su meta, la redención humana, va más allá de un esquema político; por esa razón para alcanzarla tiene que preparar a los que han de encarar sobre sus hombros el reto, a los cubanos y puertorriqueños del Partido Revolucionario, que no es más que una: “[…] organización revolucionaria de espíritu y métodos democráticos, [para] el establecimiento de una república donde todo ciudadano […] pueda gozar, en el trabajo y en la paz, de su derecho entero de hombre”.[12]
Su campaña no propone solo el derrocamiento colonial, lo cual podría quedar en lo circunstancial, Martí postula una república que no escinda a su pueblo, que no yerre en teoría; en ella se deben recoger los frutos palpables de la lucha: “El pensamiento se ha de ver en las obras. El hombre ha de escribir con las obras. El hombre solo cree en las obras”.[13] Cerraba el siglo xix cuando el Apóstol formuló aquel arranque de orden y pensamiento, luego de tanto brío revolucionario malgastado.[14] Las Antillas, suerte de colección de elementos diversos, solo son posibles de agrupar en una obra justa, donde el pueblo, verdadero líder de la revolución, erija una república de respeto a la dignidad plena del hombre a fin de que esos individuos reunidos creen ese “pueblo nuevo de cultura y virtud, de mentes libres y manos creadoras”.[15]
[1] JM: “Discurso en el Liceo Cubano en Tampa”, nov. 26 de 1891, ibídem, p. 279.
[2] Norberto Bobbio: Liberalismo y democracia, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, p. 23.
[3] En El Krausismo y su influencia en América Latina, Fundación Friedrich Ebert, Instituto Fe y Secularidad, Madrid, 1989, p. 30.
[4] Véase de Emilio Cordero Michel: “República Dominicana, cuna del antillanismo”, en Clío. Órgano de la Academia Dominicana de la Historia, no. 71 (ene.-jun. de 2003), pp. 225-236.
[5] “Actas de la Sociedad Republicana de Cuba y Puerto Rico, no. 1”, citado por Ada Suárez en El Antillano. Biografía de Ramón Emeterio Betances, 1827-1898, Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, San Juan, 1988, p. 82.
[6] “Proclama” [1868] (Ramón Emeterio Betances: sel. y pról. de Haroldo Dilla y Emilio Godínez, Casa de las Américas, col. Pensamiento de Nuestra América, La Habana, 1983, pp. 79-80). Los autores de la selección brindan la fecha de esta carta como aproximada, a partir de lo que ella expresa. Asumo ese criterio, pues evidencia un contexto ulterior al alzamiento de Lares.
[7] Eugenio María de Hostos: “A Miguel Aldama” (nov. 7 de 1870), Epistolario, EMHOCEC, 2000, v. 3, t. 1, p. 66.
[8] JM: “Nuestras ideas”, mar. 14 de 1892, OC, t. 1, p. 315.
[9] JM: “A los presidentes de los Cuerpos de Consejo de Key West, Tampa y Nueva York”, may. 9 de 1892, ibídem, p. 437.
[10] JM: “Generoso deseo”, abr. 30 de 1892, ibídem, p. 424.
[11] JM: “Bases del Partido Revolucionario Cubano”, mar. 14 de 1892, ibídem, p. 279.
[12] JM: “La recepción en Filadelfia”, ago. 20 de 1892, ibídem, t. 2, p. 139.
[13] JM: “Generoso Deseo”, abr. 30 de 1892, ibídem, t. 1, p. 424.
[14] En un discurso conmemorativo del arranque inicial de 1868, Martí advertía: “Las manos nos duelen de sujetar aquí el valor inoportuno”. Enfatiza su rompimiento con aquellas nocivas prácticas. Había que ordenar, que hacer una guerra desde el pensamiento. (“Discurso en conmemoración del 10 de octubre de 1868”, Masonic Temple, Nueva York, 1887, ibídem, t. 4, pp. 221-222.)
[15] JM: “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El alma de la revolución, y el deber de Cuba en América”, ibídem, t. 3, p. 140.