El “estado naciente” ante los ojos del viajero
Por: Mayra Beatriz Martínez

A ciento cuarentaitrés años de la publicación de Guatemala

En 1877, en fecha no precisada del mes de marzo, José Martí llega a Guatemala con apenas veinticuatro años de edad. Incómodos acontecimientos y urgencias familiares habían interrumpido su fructífera estancia mexicana ―de inicio muy exitosa― y desviado sus pasos en busca de contextos más favorables para el desarrollo de su vida profesional y privada. Se dice que su conocimiento previo sobre el país centroamericano, adquirido mucho antes, desde La Habana, también debió inclinarlo a ese nuevo destino.[i]

De hecho, resultó muy bien recibido: halló enseguida trabajo como maestro y fue apoyado y agasajado por la élite letrada. Durante los dieciséis meses que allí permaneció ―hasta julio del siguiente año―, escribió textos notables de diversa índole ―notas de viajero, una obra dramática, poemas, artículos, una monografía en torno al país; sostuvo correspondencia muy significativa―, pronunció ardientes discursos y despertó, con ello, la admiración de una gran parte de quienes, además, fueran sus discípulos. Algunas de sus opiniones, en cierta medida atrevidas, y la potencial influencia que podía ejercer sobre quienes lo conocían, alimentarían recelos en personalidades del ámbito intelectual y político; incluso, críticas abiertas por parte de los más allegados al gobierno omnímodo del entonces presidente Justo Rufino Barrios. Gradualmente, pues, su estadía se tornaría tensa y, al fin, insostenible.

Sin embargo, no en toda su producción del período podría hallarse cuestionamientos abiertos al orden de cosas existente. En específico, la monografía Guatemala —que apareció en forma de folletín, publicado por el periódico mexicano El Siglo xix en febrero de 1878—, constituye, a nuestro juicio, aunque no una evidencia de absoluto acuerdo martiano con los principios que allí parece defender ―como afirman algunos autores―, sí una adecuación al público a que iba dirigida y, presuntamente, una posible salida, pragmática y momentánea, para la precaria situación económica que lo hiciera cifrar esperanzas en un establecimiento, al menos provisional, en el país, que le permitiera satisfacer sus compromisos más inmediatos: cumplir su palabra de matrimonio dada a Carmen Zayas-Bazán, quien lo esperaba en México; llevarla a vivir con él en la capital guatemalteca; aliviar de la pobreza al resto de su familia. Asimismo, podría asumirse que deseara apaciguar la animosidad que comenzaba a sentir en su torno. Reconocería en marzo del propio 1878: “Entiendo que ese libro me será aquí de verdadera utilidad: servirá de arma a los que me tienen cariño contra aquellos para quienes soy, a pesar de mi oscuro silencio, una amenaza o un estorbo.—Tengo decidido, cuando pague mis deudas, irme de aquí”.[ii]

No había tenido alternativa. Incluso en septiembre de 1877, tres meses antes de entregarle a su amigo Manuel Mercado la primera parte de esta monografía para su edición y publicación en México, le había expresado total conciencia de lo inestable que era su posición y las presiones que ya recibía:

Los terribles, y por fortuna, no justos temores, de no alcanzar el bien que ansío; las amargas memorias de mi casa; la extraordinaria actividad de espíritu que tanto entrevé, y que está en condiciones para cumplir tan poco!;—la falta absoluta de grandeza, de energía y de libertades, que, envileciendo el carácter de los demás, disgustan y aíran el mío; este cimiento de espumas sobre el que la suerte, alejada de los hombres, me obliga a echar mi casa,—todo esto mantiene en ocupación grave y enfermadora mi espíritu, que, por ser mío, todos estos mismos dolores acrecienta y exalta.[iii]

Guatemala representaría, en definitiva, una tentativa por ajustarse coyunturalmente a ese “cimiento de espumas”, conciliación que le resultaría imposible sostener por mucho tiempo ―incapaz de no defender apasionadamente sus ideas― y que tampoco parece haber convencido demasiado a sus detractores. Es que, por momentos, se le saltan las costuras a la visión ideal de la república que pretendía presentar en su libro.

Es un texto complejo, tanto por la variedad de tópicos que aborda, sin guardar demasiado orden,[iv] como por su tratamiento estilístico. Se inicia con una breve introducción ―capítulo I― donde revela sus motivaciones para escribirlo. Prosigue con un extensísimo capítulo II, que abarca todo el resto del documento y que da comienzo con una muy sintética presentación de la composición identitaria del país y la evocación somera de lo que habría de ser un recorrido desde la costa atlántica hasta la capital. Dibuja panorámicamente la ciudad: en particular, se detiene en las viejas iglesias ―numerosísimas edificaciones de mayor destaque visible en el conjunto―, alrededor de las cuales aún advirtió desplegarse buena parte de la vida social de una población, que no había dejado de ser esencialmente religiosa.

Este acercamiento de sesgo arquitectónico le serviría para pasar al bosquejo de la nueva urbe, cuyas construcciones estatales y renovada actividad se iniciaran con el triunfo liberal, el cual, según hace explícito, había propiciado la fundación de las principales instituciones que halla a su llegada. En lo adelante, abre el análisis al resto del país con la caracterización de sus departamentos: repara en algunas de sus particularidades históricas y sociales ―lo que contribuyen a visibilizar, parcialmente, la huella ancestral y la presencia contemporánea de los originarios―, pero haciendo el mayor énfasis en las actividades económicas que podían demostrar la implantación de patrones de desarrollo moderno. Se sirvió para ello de las estimaciones contenidas en los informes que regularmente eran entregados al gobierno por los jefes políticos de los distintos territorios y cuya lectura evidenció en un texto que se presume anterior: “[Reflexiones destinadas a preceder a los informes traídos por los jefes políticos a las conferencias de mayo]”.[v]

Buena parte de las páginas finales de Guatemala ―probablemente, se trate de las setenta y siete últimas, que envía a Mercado desde Acapulco, en pleno viaje de regreso a Centroamérica―, responden a una intención distinta: conforman un muestrario de principales figuras de la “alta cultura” guatemalteca ―no del acervo popular tradicional―, las cuales evalúa certera, aunque sucintamente, y finalizarían abordando, de modo ligero, la situación de la educación en el país. No nos adentraremos en esta última sección temática, aunque, no por ello sea menos importante su lúcido bosquejo histórico de las bellas artes y las humanidades con que cierra el documento.

Nos centraremos, fundamentalmente, en el imaginario recorrido con que explora la geografía, la economía y las instituciones de la Guatemala citadina: el autor simula ser, por momentos, un narrador-testigo, visitante de los espacios que presenta y espectador de la mayoría de los acontecimientos. Elabora una supuesta narración homodiegética testimonial[vi] donde relata y describe como si refiriera experiencias vividas y no recreación de datos; adopta tono coloquial y reproduce, incluso, diálogos con el fin de aportar verosimilitud y que el lector acepte lo relatado como sucedido. Tales estrategias narrativas han colocado a los investigadores ante la disyuntiva de tratar de distinguir la ficcionalización martiana de lo que fuera real, especialmente en cuanto a determinar si realizó otros traslados fuera de la capital, independientes de sus viajes de ingreso primero por la costa atlántica, o de salida hacia México y regreso por la costa pacífica; o si participó o estuvo presente en alguno de los hechos específicos que consigna. Cualquier pretendida dilucidación al respecto habrá de considerar un margen de duda en la medida en que la intención autoral parece haber sido, precisamente, la de desdibujar los límites entre lo testimonial y lo fabricado. Todo a fin de convertir un texto “duro” por su trasfondo ensayístico ―encargado de fundamentar una tesis― en producto ameno para ser consumido por el público amplio con el que aspiraba a comunicarse.

Debió subyacer, además, una intención aleccionadora. Tanto la selección de los asuntos, la elección de las personalidades retratadas y de los escenarios descritos, como el enfoque que adoptan las reflexiones que los acompañan, redundan en un sensible reforzamiento de su defensa ante lo que venía produciéndose a partir de las medidas adoptadas por el gobierno y de las proyecciones que se adivinaban para el futuro.

[i] Pedro Pablo Rodríguez ha opinado: “De seguro que en su decisión también influyó el padre de sus amigos de adolescencia Fermín y Eusebio Valdés Domínguez, natural de Guatemala, quien mantenía relaciones en su país natal y en cuya amplia biblioteca Martí hizo sus primeras lecturas de autores guatemaltecos […] Y si a eso sumamos las narraciones contadas seguramente por Bernardo, el padre de los Valdés Domínguez, se hace más comprensible su elección […]” (Pedro Pablo Rodríguez: “Guatemala: José Martí en el camino hacia nuestra América”, en José Martí: Guatemala, Editorial Cultura, Guatemala, 2018, p. 12). Estando ya en Guatemala, nuestro viajero evocaría este conocimiento anticipado: “Muy niño yo, admiraba ya en La Habana la concisión de estilo, corte enérgico de frase, mesurado pensamiento de un letrado guatemalteco” (José Martí: “Guatemala”, Obras completas. Edición crítica, t. 5, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2001, p. 272. En lo adelante, se referirá “José Martí” como JM y Obras completas. Edición crítica como EC. Los destaque en cursivas que aparecen en las citas siempre serán de la autora salvo que se haga otra aclaración.).

[ii] JM: “A Manuel A. Mercado”, EC, t. 5, ed. cit., p.  230. De hecho, se sabe que con esos propósitos había viajado a Guatemala un año antes. En carta a Mercado de 1ro de enero de 1877, todavía estando en Veracruz, lo había afirmado: “También yo me prometo hacer en mi vida algunos bienes” (JM: “A Manuel A. Mercado”, EC, t. 5, ed. cit., p. 15).

[iii] JM: “A Manuel A. Mercado”, EC, t. 5, ed. cit., p. 173.

[iv] Mercado tuvo que armarlo y editarlo, como se sabe, a partir de distintos envíos. Martí le agradece por ese trabajo: “Tengo ya recibida gran parte del libro, y de él me asombra— no que haya salido con algunas erratas, sino que haya salido con tan pocas:—el cariño de V. penetró—mi espíritu, y lo vio a través de mi escritura incomprensible. Quien no supiera quererme no hubiera sabido leer así.—” (JM: “A Manuel A. Mercado”, EC, t. 5, ed. cit., p. 230).

[v] V. JM: “[Reflexiones destinadas a preceder a los informes traídos por los jefes políticos a las conferencias de mayo]”, EC, t. 5, ed. cit.

[vi] Empleamos las categorizaciones establecidas por Genette respecto a la noción de voz, que se refiere a las formas de enunciación. Distingue tipos de narradores: heterodiegético ―ausente de la historia que cuenta―, homodiegético ―el que cuenta la historia como espectador de los acontecimientos, lo que es usual en las narraciones testimoniales― y autodiegético ―especie de variante del anterior, según la cual el narrador se constituye en “héroe”, en personaje principal dentro de su propio relato y es propia de las autobiografías, las confesiones, los monólogos interiores y, justamente, en las narraciones epistolares o en forma de diario (V. Gerald Genette: Figuras III, Lumen, Barcelona, 1989). Pimentel hace una especificación que subraya lo que ahora interesa destacar: “El narrador heterodiegético puede estar presente o ausente, en distintos grados, del discurso narrativo. Cuando más ausente se nos aparezca, más ilusión de ‘objetividad’ nos dará su relato porque una voz ‘transparente’, al no señalarse a sí misma, permite crear la ilusión de que los acontecimientos ahí narrados ocurren frente a nuestros ojos y son ‘verídicos’,  que nadie narra; o bien , en otro extremo se crea la ilusión de que es el personaje focal el que narra y no otro, en tercera persona” (Luz Aurora Pimentel: El relato en perspectiva, Siglo XXI Editores/UNAM, México, 1998, p. 148)Así, el narrador homodiegético relata desde una implícita participación en lo que sucede.

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