De elecciones también habló Martí
Por: Leidys María Labrador

Nada hay en el mundo más sagrado que la libre determinación de los pueblos. Esa sabiduría intrínseca que los convierte en los únicos capaces de decidir el rumbo de un país y de trazar con claridad las líneas de su futuro. Cuando un pueblo llega a ese grado de madurez, difícilmente pueda factor alguno desviarlo de su curso y eso han sabido entenderlo muy bien los cubanos y cubanas.
Sin embargo, los enemigos de nuestra Isla no se conforman con esa realidad y han intentado de mil maneras desmoralizar al socialismo cubano, a sus líderes y obviamente a nuestro sistema electoral. Pero su paradigma está muy lejos de la transparencia y la democracia como intentan hacer parecer al mundo. No hay prueba más fehaciente de ello que el hecho de que un Donald Trump esté hoy al frente de la Casa Blanca y haya revivido las fibras más radicales de un nacionalismo hegemónico, que cree tener el poder de decidir el destino del mundo, que asegura tener una predestinación casi divina para entrometerse en los asuntos de otros estados.
Es en estos casos donde habla la historia, porque la pugna entre sus partidos, la suciedad que oculta la llegada al poder de una u otra tendencia y los millones que se mueven tras bambalinas, no son cosa de la actualidad que conocemos ni de un pasado cercano. Por suerte tuvimos un Apóstol que vivió en el monstruo, que conoció sus entrañas y tuvo la previsora iniciativa de legarnos su visión de lo que ocurría en esa sociedad, supuesto ícono de «libertad», cuando llegaban las campañas electorales.
«Se vuelcan cubas de lodo sobre las cabezas. Se miente y exagera a sabiendas. Se dan tajos en el vientre y por la espalda. Se creen legítimas todas las infamias. Todo golpe es bueno con tal de que aturda al enemigo».
Así de cruenta es la lucha por el poder, sin importar cuánto tiempo haya trancurrido.«… el que aspira a ganar voluntades tiene que rebajar tanto la suya, que no sabe como se pueda, con grandeza de alma, soportar las vergüenzas que acarrea la conquista del poder».
Condiciones elementales para llegar a los más altos escaños del gobierno o, al menos para obtener beneficios de la campaña también estuvieron al alcance de la aguzada inteligencia del Apóstol. Tal parece que en vez de relatar lo que en el siglo xix acontecía, nos dibuja Martí el presente a todo color y en detalle.
«En las Convenciones mismas, a la hora de elegir ya el candidato, ¡qué desdeñar a los prohombres de reputación acrisolada, por aquellos de reconocidas faltas, que merced a ellas mismas pudieran, con menos escrúpulos, asegurar en la elección, más votos y en el poder, más empleos, y provechos! ¡Y qué venderse los diputados de la Convención a este o aquel postulante a la candidatura; bien por dinero, bien por la promesa de un buen puesto, en caso de triunfo».
Por eso el maestro convirtió su propia existencia en la antítesis de tales prácticas y decidió que el Partido Revolucionario Cubano sería espejo de la transparencia si de elecciones se trataba.
«El voto de un pueblo entero, de todas las entidades constantes y visibles del pueblo cubano que puede emitir francamente su voz, es honra tal, que unge a quien lo recibe, limpia su corazón de las pasiones que lo pudieran perturbar, y agiganta, como por dispensación divina, las fuerzas juradas por sobre todas las obligaciones de la tierra, a la primera y fundamental de levantar al hombre casa segura y decorosa en el suelo independiente de la patria».
Cuando el 10 de abril de 1892 fue electo delegado del Partido Revolucionario Cubano, asumió el Apóstol una de las misiones para él más sagradas en nombre de la Patria. Saberse portador de la confianza de sus hermanos de lucha, fue el detonante para que legara entonces lo que puede considerarse como sagrada cartilla de la otredad, del dejar de ser para sí por la entrega indescriptible hacia los demás.
No es casual acudir ahora a esa fuente inagotable que llamamos «pensamiento martiano». Vive nuestro país la coyuntura que implica continuidad de la Revolución, el momento supremo de la democracia que defendemos, y descansa en sus palabras la misión del delegado en su estado más puro, porque más allá de méritos y virtudes probadas, no abogamos por preservar una figura humana, sino una institución sobre la cual descansa la pirámide del poder más valioso: el que ejerce el pueblo por libre y espontánea voluntad.
«…Es a mi juicio obligación primera del Delegado del Partido Revolucionario Cubano solicitar el concurso de todos los que por su prestigio, su virtud y su inteligencia puedan contribuir a vigorizar la organización que no tiene por objeto el engrandecimiento, ni la victoria de unos cubanos sobre otros, sino la ordenación necesaria para fundar con todos los cubanos, con todos los habitantes honrados de la Isla, sin miedo a sacrificio ni exceso innecesario de él, un pueblo equitativo y feliz…»
La coyuntura no es la misma, la Cuba de hoy no es la Isla sangrante por la que padeció él, pero sigue siendo la capacidad de movilizar y nuclear al pueblo la misión sagrada de un delegado. Ni las más sencillas metas son posibles cuando no prima la voluntad compartida de alcanzarlas, el espíritu común de convertirlas en realidades.
Cuando un delegado ocupa su puesto en la Asamblea Municipal, es como si se sentaran allí los cientos, miles de electores que confiaron en él (ella), por encima de los demás. La visión del pueblo es incuestionable. Donde el pueblo ve méritos y capacidad es porque verdaderamente los hay.
Tocan al delegado retos inmensos, el batallar incansable ante lo mal hecho, ante cualquier manifestación de insidia o individualismo crónico que empañe la verdadera esencia de lo que juntos hemos construido. Solo quien ha rendido cuentas a un pueblo sabe lo que ello implica, pero si le asisten la razón y la fuerza moral para reconocer los errores y llamar a las cosas por su nombre, no habrá vergüenza alguna en ese acto, sino altruismo sin límites.
* José Martí: gobierno y elecciones. Ediciones Poder Popular. 2005

Fuente: http://www.granma.cu