La Escuela de Artes y Oficios de Honduras
Necesidad de Escuelas y Estaciones Agrícolas y de Maestros Ambulantes.
Honduras tiene ya su escuela de arte y oficios.
Honduras es un pueblo generoso y simpático, en que se debe tener fe. Sus pastores hablan como académicos. Sus mujeres son afectuosas y puras. En sus espíritus hay sustancia volcánica. Ha habido en Honduras revoluciones nacidas de conflictos más o menos visibles entre los enamorados de un estado político superior al que naturalmente produce el estado social, y los apetitos feudales que de manera natural se encienden en países que a pesar de la capital universitaria enclavada en ellos, son todavía patriarcales y rudimentarios.
Pero los ojos de los hombres, una vez abiertos, no se cierran. Los mismos padecimientos por el logro de la libertad encariñan más con ella; y el reposo mismo que da el mando tiránico permite que a su sombra se acendren y fortalezcan los espíritus. Ni ha sufrido Honduras mucho de tiranos, por tener sus hijos de la naturaleza, con una natural sensatez que ha de acelerar su bienestar definitivo, cierto indómito brío, que no les deja acomodarse a un freno demasiado rudo.
Allí, como en todas partes, el problema está en sembrar. La Escuela de artes y oficios, es invención muy buena; pero sólo puede tenerse una, y para hacer todo un pueblo nuevo no basta. La enseñanza de la agricultura es aún más urgente; pero no en escuelas técnicas, sino en estaciones de cultivo; donde no se describan las partes del arado, sino delante de él y manejándolo; y no se explique en fórmula sobre la pizarra la composición de los terrenos, sino en las capas mismas de tierra; y no se entibie la atención de los alumnos con meras reglas técnicas de cultivo, rígidas como las letras de plomo con que se han impreso, sino que se les entretenga con las curiosidades, deseos, sorpresas y experiencias que son sabroso pago y animado premio de los que se dedican por sí mismos a la agricultura.
Quien quiera pueblo, ha de habituar a los hombres a crear.
Y quien crea, se respeta y se ve como una fuerza de la naturaleza, a la que atentar o privar de su albedrío fuera ilícito.
Una semilla que se siembra no es sólo la semilla de una planta, sino la semilla de la dignidad.
La independencia de los pueblos y su buen gobierno vienen sólo cuando sus habitantes deben su subsistencia a un trabajo que no está a la merced de un regalador de puestos públicos, que los quita como los da y tiene siempre en susto, cuando no contra él armados en guerra, a los que viven de él. Esa es gente libre en el nombre; pero, en lo interior, ya antes de morir, enteramente muerta.
La gente de peso y previsión de esos países nuestros, ha de trabajar sin descanso por el establecimiento inmediato de estaciones prácticas de agricultura, y de un cuerpo de maestros viajeros, que vayan por los campos enseñando a los labriegos y aldeanos las cosas de alma, gobierno y tierra que necesitan saber.
La América. Nueva York, junio de 1884