Casi autodidacta, impulsivo y diáfano, Vladimir Martínez Ávila, un artista refractario hacia la formalidad, se aventura con una serie sobre el prócer nacional cubano al que han pintado generaciones de artistas hace más de un siglo.
En vida, Herman Norman, un sueco emigrado en el Nueva York de 1891, lo pintó. Posó para él y para nadie más. También lo dibujó Cirilo Almeida. Antes, y a lo largo de su vida breve de 42 años, el propio héroe se autorretrató. Lo hizo cinco veces, a plumilla, asistido por una graciosa inspiración caricaturesca con la que tal vez rebanaba severidad a una existencia pesarosa y agitada.
Tras su muerte, y ya en la república, artistas como Menocal, Crucet, Hernández Giro, Valderrama, llevaron al lienzo su visión del independentista, al igual que otros, menos académicos o antiacadémicos, como Enríquez, Lam, Abela, Raúl Martínez, entre muchos. Si se consulta cubanartsconnection.blogspot.com la lista se torna numérica y estilísticamente exuberante, hasta tal punto que se puede hablar, sin riesgos, de una martigrafía que se extiende, fuera de Cuba, a nombres de pegada mitológica como Rivera y Siqueiros.
Pintar a Martí es una obsesión nacional. Quien se sume corre un par de peligros: repetirse y que los críticos despanzurren la obra. Vladimir Martínez Ávila no parece temerle a eso, ni a nada. Se muestra desafiante vistiendo al prócer con una levita que no era la acostumbrada, concibiéndola de tela brocalada y tiñéndola de un color broncíneo. “La gente me dice: ! pero Martí vestía de negro!, pero yo no lo veo de negro, lo veo de bronce, porque el peso que ese hombre llevó sobre sus espaldas fue muy grande”. Conseguir el tejido adecuado para tal propósito fue obra del azar. Un amigo le regaló un cobertor de los años veinte del siglo pasado perteneciente a sus padres. Y como si las transgresiones no bastaran, el creador atornilla literalmente las corbatas del Maestro y despacha cuños sobre su rostro. “Es mi Martí,” zanja sin solemnidad y hay que, al menos, otorgarle el beneficio de la duda. De seguro, habrá quien se espante e interprete a un Martí víctima de la burocracia, para lo cual Vladimir lanza una advertencia de mala disquisición.
La serie, titulada Cultivo una rosa blanca, que consta de doce obras, fue expuesta en mayo pasado- el factor espacio solo permitió ocho lienzos- en el Centro de Estudios Martianos, de La Habana, donde sesionó, a la par, el Coloquio Internacional La guerra necesaria. Organización e inicio. Fue un foro a tenor del aniversario 120 de la segunda revolución anticolonialista, gestada por Martí, que irrumpió en 1895 para dar paso, siete años después, a una república bastarda por el intervencionismo estadounidense. “Lo único que no le perdono a Martí es que el día de su muerte haya sido indisciplinado. Si no lo hubieran matado, el curso de la historia de Cuba hubiera sido diferente”, apuesta resuelto el pintor.
Para sus modelos, Martínez Ávila tomó fotografías del poeta revolucionario y uno de los retratos hechos por el primer niño que dibujó a Martí, el dominicano Bernardo Figueredo Antúñez, quien lo pintó dormido o meditabundo en 1893. “El tenía que descansar, no era un santo, era un ser humano que tuvo que cansarse, y si durmió, durmió muy poco, porque para escribir tanto- sus obras completas rebasan los veinticinco tomos y las doce mil quinientas páginas- tuvo que haber dormido tres horas al día como promedio”, calcula el pintor.
-Y cómo puedes desembarazarte del hecho de que Martí haya sido pintado por muchos y buenos artistas cubanos…
– Esa es la parte más difícil. En Cuba casi todos los pintores han pintado a Martí y fuera de Cuba también. Martí es universal. Yo traté de hacerlo a mi estilo. Trabajo mucho con los cuños y los tornillos, las telas, los elementos a relieve.
-Por qué Martí lleva los cuños y los tornillos y no buscar para él nuevos elementos que, al fin y al cabo, serían renovadores para tu obra….
– Los cuños me dan una sensación de afirmación. La conformación de la imagen que creo con los cuños me gusta, juego con ellos a favor de la figura, de la luz, a veces los hago más fríos o más calientes, voy calibrando la textura de la obra…
-Los cuños son indiscriminados…
-Sí, no remiten a nada en específico. Solo empleo la forma del cuño.
-Y los tornillos…
-Son un elemento de aseguramiento plástico. Los comencé a utilizar en el 2004, porque había unos elementos que desde el punto de vista visual estaban en el aire y no tenía la solución y la manera de justificarlos. Los empleo siempre justificadamente.
-Por qué acudes a la pincelada dura para trazar el rostro de Martí…
-Porque Martí es una figura política, un hombre de desafíos… Mis Martí son guerreros, protestantes, por eso la línea dura, las manchas bien sueltas, la expresión de los ojos con fuerza. Falta el Martí del presidio político, que lo haré.
-Cómo se conecta esta serie martiana con tu producción anterior…
-Este Martí tiene todos los elementos que puedes ver en mi obra. No es una pintura rebuscada, meticulosa, sino más bien desenfadada, que intenta la sensación de cierto movimiento. Eso lo busco en todas las obras. Movimiento interno.
El artista pintó la serie de un tirón. Su trazado confiere seguridad, un sobrio ímpetu cromático y un control de la perspectiva respaldada por el relieve de los elementos en juego. Son lienzos con más de cinco planos. El propio rostro del prócer está concebido en cuatro planos internos para resaltar las facciones. Así consiguió expresiones diversas: Martí enojado, cansado, visionario, tierno, interrogativo, durmiente. Antes de pintar las obras, realizó algunos bocetos a lápiz sobre las telas, “buscando la armonía”.
Vladimir Ávila Martínez, Cifuentes, 1979, es una rara avis. Ni siquiera nació en un caserío en medio del monte. “Mi casa estaba en el campo- campo. Mi casa y no hay más casa”. Tampoco tuvo pedigrí artístico. “En mi familia, el único pintor soy yo. No hay músicos, ni nada”. Fue un niño, con dos hermanos más, criado por una familia de labriegos que se dedicaba por entero a la cosecha de caña de azúcar y la cría de ganado. Por fortuna, pese al aislamiento y la rudeza de la vida, la sensibilidad no les faltó. “Mis padres se percataron de que pintaba los caballos, las yeguas, los gallos, las gallinas, paisajes, y que lo hacía con cierta habilidad y me pusieron en una escuela de dibujo y me compraban lápices y crayolas de colores”, repasa Vladimir, que entonces tendría siete u ocho años.
Luego, en la primera juventud, la gran ciudad, La Habana, le depara una suerte que no todo emigrado disfruta. Estudia pintura en talleres especializados y casas de cultura que lo preparan para el gran salto: San Alejandro. Solo pasó un año en la academia fundada por los patricios en 1818, en la que Martí también tomó un curso de dibujo. Una beca de seis meses en el Reina Sofía lo llevó a Madrid y después a Barcelona, donde matriculó varios cursos dirigidos. En la capital española “consumí todo lo que pude aprender”, visitando museos y consultando ingentes cantidades de bibliografía de artes plásticas. A su regreso en 2003, Vladimir Martínez Ávila hace su primera exposición en La Habana: Sueños encontrados, en la sala Merceditas Valdés, de la Asociación Cultural Yoruba de Cuba. En diciembre de ese año, unos amigos lo invitan a Venezuela. “Tenían amistad con algunos galeristas, coleccionistas y marchantes”. Pinta en Caracas y en Maracaibo una serie de diez óleos, “una onda medio cubista, medio afro, con mucha influencia de Lam, de Picasso, de Raúl Martínez, de Portocarrero”, porque de cada artista “voy tomando lo que me interesa y así hacer mi propio estilo”. Y no deja de experimentar. “Es lo creativo, lo novedoso, lo espontáneo”.
– Por qué haces series y no cuadros individuales…
-Porque debo exponer mis ideas. La última serie que hice Gritos en el silencio es sobre la guerra, y para hablar sobre ese tema un cuadro no basta, son tantas ideas y si las pones en un solo cuadro, no va a servir, porque la gente se va volver loca.
Antes pintaba otros temas. Mucho erótico. “Pero me cansé”, dice, soltando una bocanada de humo. “Quiero hacer algo más interesante, que despierte más reflexión”. Asegura que son los asuntos sociales los que ocupan sus más intensas búsquedas ideológicas y estéticas. “Mi obra se basa mucho en la crítica social, está muy explícito”, porque “son los temas que nos tocan a diario, con los cuales la gente se siente relacionada, identificada”.
Su voluntad visual lo mezcla todo: lo figurativo con el abstracto, el expresionismo con lo matérico. Y siempre en formatos que rebasan el metro cuadrado. “Cuando pinto en grande me desenfado, puedo liberar todo lo que tengo adentro”. Su ojeriza por los formatos pequeños la explica sin rebuscamientos técnicos, incluso en detrimento de su propia destreza. “Es muy molesto. Soy hiperactivo, así que cuando pinto un cuadro pequeño me siento amarrado, estrecho, como un pececito en un pomo de agua”
¿Paradigmas extranjeros? Picasso, “soy muy picassiano”, Basquiat, Barceló, Tapies. De la isla: “Lam, Portocarrero, Mariano, casi todos los de la primera vanguardia me gustan mucho. Una de mis preferidas es Antonia Eiriz”.
Vladimir Martínez coge los pinceles a las nueve de la mañana y los suelta casi doce horas después. A la mañana siguiente, revisa lo hecho en la noche, debido a que la “percepción cambia con la luz natural”. Nunca deja un cuadro a medias. “Las ideas si no las plasmas al momento, luego se olvidan”. Esas ideas, muchas veces, son hijas de un ejercicio de espontaneidad. “Sin pensar en algo específico, trazo cosas por oficio o pinto garabatos hasta que surge algo.”
El artista rehúye de lo preconcebido y detesta la pintura por encargo. Salvo la que hace para los amigos. “Algunos retratos de sus hijos”, es la concesión a manera de regalo. Durante el proceso creativo, sabe cuándo una obra está terminada por un diálogo mental que establece con ella y al que concede el toque de mágico. “Como decía Picasso, los cuadros nunca se terminan, se dejan”.
Sus telas cuelgan en paredes del Reino Unido, Francia, Italia, España- “donde más tengo”-, Venezuela, México y Estados Unidos. De ese último país, una avanzada de marchantes que visitó la XII Bienal de La Habana revisó la carpeta de Martínez Ávila, quien fue seleccionado entre cerca de cuarenta creadores cubanos, de lo que quedaron solo ocho, para tal oferta de mercado.
Al no ser graduado de la academia San Alejandro, su nombre está ausente del registro del creador, del Fondo de Bienes Culturales. Tal limitación le impide exponer en galerías de primer nivel, pero Vladimir Martínez no es el tipo de hombre que se lamenta y cruza los brazos. “Voy a seguir pintando siempre”, promete. Para diciembre es probable que exponga su serie antibélica Gritos en el silencio, pero aún no sabe dónde.
Cuando no pinta, Vladimir dedica tiempo a su hijo de ocho años. Toca tumbadora y también dibuja. Para él prefiere lo primero, la música. En algunas noches, los bares costeños son balsámicos, el mejor alivio para el cansancio y el calor sofocante. “Soy fanático a sentarme a la barra y escuchar boleros” y en materia de bebidas, el ron no tiene rival. “Me gustan todos, pero prefiero el Santiago”. Muchas veces se le puede ver hurgando en los tachos de basura o en rastros de desechos domésticos. Es un trabajo sucio que hace personalmente “sin pena ninguna” y son los objetos hallados lo que, muchas veces, tiran de su imaginación plástica. “Una vez encontré un sartén: Lo miré varias veces y me sugirió una idea. Metí una bala dentro de él, que puede verse en uno de mis cuadros”. A una de esas andanzas poco higiénicas, invitó a su padre de visita en La Habana. Emocionado, anunció que de vuelta al terruño contaría la experiencia de este modo: “Esto no lo va a creer nadie… Tú sabes que el hijo mío es un bárbaro. Recoge basura y después la vende en dólares”.