Martí en dos fotos
Por: Jorge R. Bermúdez

La lectura integral de una fotografía no sólo implica saber ver lo que se ve, sino también informarse de las situaciones que la propiciaron y sus contextos. Ello se hace algo común cuando hojeamos el álbum personal o familiar; no así cuando de la persona retratada tenemos muy poca o ninguna información, o de tenerla, nos mueve un sentimiento de amor o devoción. Esto último, justamente, es lo que sentimos cuando observamos la iconografía fotográfica de José Martí. De él, de su vida y obra, por razones obvias, sabemos mucho más que de algunos de nuestros familiares o de la mujer que una vez amamos y no pudimos retener a nuestro lado. En imperecederos documentos, testimonios y epístolas, él nos reveló sus sentimientos, pensamientos y obras, así como en las más de cuarenta fotos que hacen su memorable iconografía. Entre éstas, son dos las que tienen un mayor arraigo y aceptación en nuestra población: la que se tomó con María Mantilla en Bath Beach, estado de Nueva York, en 1890, y la única donde aparece solo y de cuerpo entero, hecha en Temple Hall, Jamaica, en 1892.1
Resulta interesante observar que, entre una y otra foto, transcurre uno de los períodos más significativos del accionar revolucionario y literario de Martí. Y que mejor que en ninguna otra –incluida la hecha en la cárcel en 1870–, se nos revelará con mayor nitidez las particularidades contextuales que las propiciaron. El bienio de 1890 a 1892 cierra uno de los ciclos existenciales más agónicos y decisivos del apostolado martiano, el cual va del Congreso Internacional Americano de Washington (1890) a la fundación del Partido Revolucionario Cubano (abril de 1892). Durante el mismo enfrentará el alza de la tendencia autonomista en la Isla, las aviesas intenciones anexionistas de los organizadores del citado Congreso, el recrudecimiento de las viejas rivalidades entre los cubanos de la emigración y, por si fuera poco, la definitiva ruptura de su matrimonio con la consiguiente separación de su único hijo, entre otros hechos capitales de su vida. Este fragmento del discurso que pronunciara el 10 de octubre de 1890 en Hardman Hall, en conmemoración del aniversario 22 del inicio de la Guerra de los Diez Años, habla por sí solo: “Ni alardes pueriles, ni promesas vanas, ni odios de clase, ni pujos de autoridad, ni ceguera de opinión, ni política de pueblo ha de esperarse de nosotros, sino política de cimiento y de abrazo, por donde el ignorante temible se eleve a la justicia por la cultura, y el culto soberbio acate arrepentido la fraternidad del hombre…”. Su agotamiento y quebranto tocan el alma, y lo “echa” el médico al monte… El verbo empleado en su prólogo a los Versos sencillos, concluido en 1890, es revelador de su estado físico y espiritual de entonces. Y a Catskill va por segunda vez; las 32 horas de viaje en una embarcación a vapor Hudson arriba, bien valen la pena, porque allí van “los que tienen sed de lo natural, y quieren agua de cascada y techo de hojas”. De regreso a Nueva York, trae consigo el citado poemario, que publicará al año siguiente, donde hace gala de su dominio del octosílabo de la copla; pero, sobre todo, de una forma nueva, llana y sincera, de sentir y decir la vida, la suya propia.

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