Un jinete paradigmático cabalga en una plaza de Caracas. “Escribió 2352 cartas. Emitió 172 proclamas. Recorrió 123000 kilómetros más que Colón y Vasco de Gamma juntos. A caballo anduvo 65000 kilómetros, vez y media la vuelta a la tierra, diez veces más que Aníbal, ocho veces más que Julio César, tres veces más que Alejandro de Macedonia, el doble que Napoleón Bonaparte, pero murió solo sin un centavo: Simón Bolívar, el Libertador de América.”1 Es frecuente en nuestros pueblos el rencuentro con aquellos que desde su acción han configurando el mapa del pensamiento regional; es vital para reconocernos y saber quienes somos, atendiendo a una pregunta ¿de donde venimos para ser de este modo?
Se han buscado hombres-paradigmas, ellos son a su vez el instrumento para validar una determinada intencionalidad. Así sucedió el 22 de noviembre de 1842 cuando los restos de Simón Bolívar fueron sepultados en Caracas. El entonces presidente de Venezuela José Antonio Páez, los repatrió desde Colombia donde el Libertador había muerto en 1830. Quien doce años atrás había sido uno de sus enemigos, aceptó convertirlo en el centro simbólico de un ineludible proceso unificador.
En aquel instante nace un nuevo Bolívar, diferente al personaje histórico que había comandado la independencia de buena parte de Sudamérica y gobernado la Gran Colombia. La figura biográfica abre paso a otra, mitológica: modelo y guía, militar y pensador, encarnación de las virtudes de un culto americano.