Cintio Vitier: La poesía, el lenguaje del alma
Por: Charo Guerra

Conviene hacer la salvedad de que esta conversación, en puridad, no existió del modo en que se reproduce. Empezaba el mes de octubre de 2002 y recibí la expedita solicitud de entrevistar al escritor cubano Cintio Vitier. Los editores de la revista mexicana Luvina estaban cerrando un dosier para celebrar el ya anunciado Premio “Juan Rulfo”. La petición, terciada entre Cintio, Luvina y yo por el escritor y director de La Gaceta de Cuba, Norberto Codina, se sumaba al alto cúmulo de discursos, revisión de ediciones, preparativos del viaje y demás obligaciones requeridas a Cintio en torno a los honores que habría de recibir en diciembre de ese año en Guadalajara, durante la Feria Internacional del Libro.

Aceptó recibirme, aunque a medida que transcurrían los días las circunstancias iban bloqueando su buena voluntad. Previendo que lo pendiente se hiciera prescindible entre tantas jornadas fatigosas, propuse una estrategia de alivio. Escudándome en su teoría del valor de los fragmentos, estructuré preguntas y busqué respuestas en su obra y en entrevistas publicadas por excelentes escritores. Yo conservaba apuntes de cartas originales de Cintio, que había leído con fruición años atrás, en los 90, en la ciudad de Matanzas, cuando su amigo, el músico y fundador de la Orquesta de Cámara, Mario Argenter (preparándose para su propia despedida) las dejó a buen recaudo junto a otros documentos en la Biblioteca “Gener y Del Monte” como lo que son: tesoros valiosos.[1] Incluso tuve la oportunidad de disfrutar, en la voz de su corresponsal, las anécdotas que motivaron algunos de los temas de las misivas. Por todos esos caminos iban también las modestas impresiones con las que pretendía acercarme a Cintio.

Al trazado de apropiaciones aquí citadas,[2] y apuntes de lecturas sumé preguntas ocasionales. Emprendido así, el trabajo no fue ni más ni menos fácil, pero de cualquier modo sí gratificante.

Pocos días después le entregué “el frankestein”. Pasada una semana, me recibió en su oficina del Centro de Estudios Martianos para que lo recogiera, ahora revisado, enmendado, ampliado y/o respondido y con su visto bueno. Me lo agradeció y quedé encantada con la cortesía y el regalo de su intenso tiempo. No me atreví a comentarle mi bienestar por la afectiva reacción a las líneas de sus viejas cartas, que me habían permitido constatar un testimonio de amistad inmutable entre él y Mario Argenter, dos representantes de ese sentimiento que definió como la matanceridad. No indagué tampoco si conservaba las respuestas de Mario. Esa empática fugacidad, saltada como sucede en algunas expresiones de un poema, requería más tiempo y decidí posponerla para un encuentro futuro que luego lamenté no haber retomado.

Desde entonces comprendí por qué en la nota al primer libro, Luz ya sueño, Juan Ramón Jiménez no solo presentó al autor sino que prefiguró el destino literario del artista que ya era Cintio a los 17 años. Creo que, de haber leído las cartas escritas a Mario Argenter, el poeta español habría marcado esa prefiguración un poco antes.

Sin considerar el peso del ADN, el entorno, la inteligencia natural, la persistencia, Cintio tuvo la dicha de haber sido iluminado desde (y por) el saber poético. De él no podría decirse que maduró como intelectual en una etapa determinada de su vida, o por la voluntad de un ejercicio persistente. Su posición fue siempre ajena a las modas que distraen la creación. Con puntualidad matemática podríamos darnos el lujo de retomar un criterio expuesto por él hace casi medio siglo, y no nos sorprenderían las diferencias, sino la osadía (y la plenitud hoy) de sus convicciones de entonces. Algo, por ejemplo, como “la poesía debe encarnar en la historia”, escrito en 1957 en su libro más reputado Lo cubano en la poesía fue, pienso, uno de los destellos de la completa lucidez que le llevaría a centrarse en el estudio de la obra de José Martí, o explorar el epistolario de Juana Borrero, por mencionar dos de sus grandes pasiones.

Cayo Hueso es un lugar vinculado a José Martí, una figura que inmediatamente asociamos con su nombre. Por otra parte aludiendo a su nacimiento allí, ha escrito, en un poema a Juana Borrero, estos versos finales: “Virgen trágica (…) ¡Muerta en el arenal donde nací!”. ¿Qué representa Cayo Hueso para usted?

Nací en Cayo Hueso porque en ese momento allí estaban mis padres de paso. Fue una coincidencia ineludible, pero me complace pensar que mi nacimiento ocurriera en el sitio que Martí llamó “Cayo querido”, o “la yema de la República”. Lo visité en 1958 con Fina, mi esposa. De ese impacto emotivo con los lugares sacros de la emigración nacieron los poemas “La luz del Cayo” y “Cayo Hueso”, y también el dedicado a Juana Borrero. Me identifiqué con aquel paisaje de arenal y pinos, vacío y en cierto modo, intocable como una absoluta lejanía, y además tan pobre en su intemperie como si fuera mi paisaje prenatal. La lejanía y la aridez son temas que en mis versos están ligados a ese fondo salvaje de un lugar donde nunca viví.

Matanzas dejó en usted marcas profundas… En carta a Mario Argenter, fechada en setiembre 27 de 1935 dice: “añoro la tranquilidad de la ciudad dormida…”, o (junio 22 de 1936): “te digo que, desde aquí, Matanzas luce como un refugio…”, o (noviembre 2 de 1935): “… dentro de poco nos mudaremos al reparto Mendoza. Más cambios, ambiente cada vez más extraño, más frío. ¡Dios quiera que no llegue a alejarme totalmente de esa deliciosa ciudad!”.

En Matanzas pasé mi infancia y mi primera adolescencia. Mi padre tenía un colegio donde también trabajaban mi madre, que era normalista, y dos tíos. La mía era una familia de maestros, de profesionales, aunque mi padre era de origen humilde, hijo de un carpintero de ingenio, y trabajó como pesador de caña de ese ingenio hasta los 14 años. En 1934, nombrado mi padre secretario de Educación, nos mudamos provisionalmente para La Víbora, a la casa de un tío materno. Ese cambio fue desgarrador para mí, de manera que todos los domingos me iba a Matanzas con mi violín, a tocar con mis amigos Mario Argenter, espejo de fineza matancera, y con los hermanos Melero. En Matanzas nació mi pasión por la música, comencé a estudiar el violín a los siete años, con Cándido Faílde, sobrino del creador del danzón. Recibí clases después con Gustavo Lamothe, quien me llevaba a tocar en las misas dominicales de la iglesia de los Carmelitas, bajo la dirección del maestro Ojanguren, pedaleando y cantando en el órgano. Recuerdo también a Aniceto Díaz, flautista, autor del danzonete, en cuya casa de música compraba mis estudios, y a Periquito Diez en el contrabajo. Guardo un recuerdo encantador de aquellas mañanas en los Carmelitas, completamente ajeno al misterio de la misa, compartiendo allá arriba, en la penumbra, el alegre y despreocupado mundo de los músicos, que por suerte ha venido a ser el de mis hijos Sergio y José María. Matanzas ha seguido siendo un lugar de abrigo. Fina y yo hemos publicado allí, en sus Ediciones Vigía, libros de extraordinaria belleza artesanal.

Del músico que fue, ¿cuánto queda en su escritura?

Todo. Luego de la muerte de mi profesor Torroella, y convencido ya de que no podría ser un Heifetz o un Menuhin, que era lo que yo quería –era muy ambicioso con el violín, pero tengo las manos muy pequeñas y llegó un momento en que no me sentí capaz de dominar el violín de la forma que yo aspiraba–, entonces seguí tocando sonatas de Beethoven, de Mozart, de César Frank, pero en casa con Josefina Badía, la madre de Fina, que era magnífica pianista. Para mí la poesía es, en primer lugar, música. Nace y se nutre del silencio. Cada poema se nos aparece siempre, de entrada, como la insinuación de una melodía, de una tonalidad, de un ritmo interior. Por otra parte, cuando yo estudiaba durante muchas horas el violín, incluso haciendo escalas o ejercicios mecánicos de digitación y arco, pensaba mucho en la vida, soñaba cosas y hacía poemas que nunca escribí, pero sin los cuales probablemente nunca hubiera escrito los otros. El estudio disciplinado de un instrumento musical constituye, además, una ascética del cuerpo y del alma equivalente a los ejercicios espirituales: fortalece a la vez la voluntad y la humildad, nos enseña a sonar y a consonar íntegramente, a participar en la matemática del universo, y nos afina el oído del corazón, que es el de la poesía.

Entre las cartas que he citado (en la de abril 12 de 1938) comenta el hecho de que Medardo Vitier recibirá el Premio Nacional de Literatura, y que el padre Ángel Gaztelu estará en el tribunal. Medardo Vitier es, en usted, figura tutelar, ¿cuánto hay de esos influjos en su elección por la literatura, e incluso en su propia obra?

Mi padre fue el mejor hombre que conocí, tuvo en mí una influencia ética. Es el modelo vital que me asiste sin tregua. Su eticidad laica, de raíces cristianas y estoicas, estaba entrañablemente unidas a la tradición cubana de Varela, Luz, Varona, Martí, la herencia espiritual y patriótica en que tuve la fortuna de criarme y formarme, y que enlaza con la tradición mambisa de mi madre, hija de Chema Bolaños, general de la Guerra del 95. La condición de librepensador de mi padre me obligó a serlo yo también, y a escoger libremente caminos diversos y propios. Siempre digo que tuve la suerte de empezar a leer poesía, leyendo buena poesía, la más grande de aquel tiempo (1935), nunca leí antes poetas malos, cosa que no le pasa a casi nadie; casi todo el mundo lee mala poesía, buena, mezclada, etcétera. Pero yo tuve la suerte de encontrar en la biblioteca de mi padre la Segunda antolojía poética de Juan Ramón Jiménez, y ese fue para mí el descubrimiento de la poesía.

[1] Ahora que traigo esos detalles a la memoria, no puedo dejar de recordar a dos importantes cuidadores del patrimonio matancero amigos de Cintio y de Mario, quienes tampoco están ya entre nosotros: los queridísimos Mirta Martínez y Orlando García Lorenzo, referencista y director de la Biblioteca.

[2] Consulté las entrevistas asentadas en la “Bibliografía de Cintio Vitier”, preparada por Araceli García-Carranza y publicada en la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, n. 1, enero-junio, 2001, año 92. De ellas tomé fragmentos de las respuestas de Cintio Vitier a dos entrevistas de Ciro Bianchi Ross (“Solo en la acción podemos vivir la belleza” y “Orígenes es una fábula”); de Rolando Sánchez Mejía (“Lo que he escrito, escrito está”), y de Ángel Escobar (“La realidad es un mendigo”). Asimismo, usé fragmentos de textos de Cintio publicados en Crítica sucesiva (“Sobre la crítica”) y Prosas leves (“Escrito ayer”), además de las cartas citadas.

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