Páez y un cubano

Mucho recuerdo hay en que andas juntos el general Páez y los cubanos, y a no ser por los vecinos del Norte, en Cuba habría rematado el llanero su cabalgata de libertador. Cubanos lo rodeaban siempre en su destierro: Luis Felipe Mantilla fue muy su amigo, y como el secretario de su literatura: a los cubanos, cuando ya apenas podía tenerla, ofreció de buena voluntad su lanza: los cubanos lloraron largamente al héroe, más grande que los errores políticos con que sus interesados consejeros estuvieron a punto de manchar su gloria.

Días atrás, hablando de él, y del cariño que tienen por Cuba los venezolanos nuevos, recordaba un cubano de años cómo y cuándo acompañó a Páez en días difíciles. Y el cuento es de interés, porque pinta al hombre y a los hombres. Fue cuando en aquellas luchas en que la gente solariega de su país, que Páez por su sencillo origen miraba con supersticiosa e inmerecida consideración, quiso valerse de su espada y engolosinarlo con un mando ficticio, para oprimir la libertad naciente, so capa de defender la autoridad social. Entró Páez en Caracas, derrotado, de vuelta de Petare, sin sombrero, rojo como la sangre, con tal empuje, que subió a caballo los siete u ocho peldaños de la escalinata. El pueblo lo aclama, pide que salga al balcón, sale Páez, y echa entre la gente la vaina de su sable. «Mi espada no se envainará les dijo hasta que el pueblo no me devuelva la vaina, después de que lo lleve a la victoria». Y calmó la exaltación desesperada. Pero no era aquella vez la de vencer, porque ya no defendía a América, caballero lanceador a la cabecera de la cuna, como en las Queseras y en Carabobo: ya deslucía la insigne gloria, poniéndola al servicio de la oligarquía que en la independencia sólo vio el modo de despojar a los españoles del poder, para sentarse, sobre el lomo de la patria recién nacida, en los sitiales de cordobán vacíos. No era la de vencer, sino la de huir. La noche antes de la salida escribió su hija al cubano del relato que su padre quería verlo. «Llame decía la esquela aunque encuentre la puerta cerrada». Estaban solos, solos, aquellos alrededores, tan cortejados veinticuatro horas antes. «¡Ah, amigo cubano: quiero que me acompañe esta noche a casa del ministro inglés!» Y salieron de noche, Páez y el amigo de Cuba; «y el negro Carmelita y otro oficial negro guardándole la espalda». Todos los que hallaban al paso: «Buenas noches, señor Don Domingo.» Nadie saludaba a Páez.

Patria. Nueva York, 14 de julio de 1894