Oscar Wilde
CARTA DE NUEVA YORK
EXPRESAMENTE ESCRITA PARA LA OPINIÓN NACIONAL

Oscar Wilde

Vivimos, los que hablamos lengua castellana, llenos todos de Horacio y de Virgilio, y parece que las fronteras de nuestro espíritu son las de nuestro lenguaje. ¿Por qué nos han de ser fruta casi vedada las literaturas extranjeras, tan sobradas hoy de ese ambiente natural, fuerza sincera, y espíritu actual que falta en la moderna literatura española? Ni la huella que en Núñez de Arce ha dejado Byron, ni la que los poetas alemanes imprimieron en Campoamor y Bécquer, ni una que otra traducción pálida de alguna obra alemana o inglesa, bastan a darnos idea de la literatura de los eslavos, germanos y sajones, cuyos poemas tienen a la vez del cisne níveo, de los castillos derruidos, de las robustas mozas que se asoman a su balcón lleno de flores, y de la luz plácida y mística de las auroras boreales. Conocer diversas literaturas es el medio mejor de libertarse de la tiranía de alguna de ellas: así como no hay manera de salvarse del riesgo de obedecer ciegamente a un sistema filosófico, sino nutrirse de todos, y ver cómo en todos palpita un mismo espíritu, sujeto a semejantes accidentes, cualesquiera que sean las formas de que la imaginación humana, vehemente o menguada según los climas, haya revestido esa fe en lo inmenso y esa ansia de salir de sí, y esa noble inconformidad con ser lo que es, que generan todas las escuelas filosóficas.

He ahí a Oscar Wilde: es un joven sajón que hace excelentes versos. Es un cismático en el arte, que acusa al arte inglés de haber sido cismático en la iglesia del arte hermoso universal. Es un elegante apóstol, lleno de fe en su propaganda y de desdén por los que se la censuran, que recorre en estos instantes los Estados Unidos, diciendo en blandas y discretas voces cómo le parecen abominables los pueblos que, por el culto de su bienestar material, olvidan el bienestar del alma, que aligera tanto los hombros humanos de las pesadumbres de la vida, y predispone gratamente al esfuerzo y al trabajo. Embellecer la vida es darle objeto. Salir de sí es indominable anhelo humano, y hace bien a los hombres quien procura hermosear su existencia, de modo que vengan a vivir contentos con estar en sí. Es como mellar el pico del buitre que devora a Prometeo. Tales cosas dice, aunque no acierte tal vez a darlas esa precisión, ni a ver todo su alcance, el rebelde hombre que quiere sacudirse de sus vestidos de hombre culto, la hulla oleosa y el polvillo de carbón que ennegrecen el cielo de las ciudades inglesas, sobre las que el sol brilla entre tupidas brumas como opaco globo carmesí, que lucha en vano por enviar su calor vivificante a los miembros toscos y al cerebro aterido de los ásperos norteños. De modo que el poeta que en aquellas tierras nace, aumenta su fe exquisita en las cosas del espíritu que ama tiernamente, de ver al espíritu tan desconocido y desamado. No hay para odiar la tiranía como vivir bajo ella. Ni para exacerbar el fuego poético, como morar entre los que carecen de él. Solo que, falto de almas en quienes verter la suya desbordante, muere ahogado el poeta.

¡Ved a Oscar Wilde! Es en Chickering Hall, casa de anchos salones, donde en Nueva York acude el público a oír lecturas. Es la casa de los lectores aristocráticos, que ya gozan de fama y de fortuna para llamar desahogadamente a ella. En esas salas se combate y defiende el dogma cristiano, se está a lo viejo, y se predica lo nuevo. Explican los viajeros sus viajes, acompañados de vistas panorámicas y dibujos en una gran pizarra. Estudia un crítico a un poeta. Diserta una dama sobre la conveniencia o inconveniencia de estos o aquellos trajes. Desenvuelve un filólogo las leyes de la filología. En una de esas salas va a leer Wilde su discurso sobre el gran renacimiento del arte en Inglaterra, del que le llaman maestro y guía, cuando no es más que bravo adepto y discípulo activo y ferviente. Él propaga su fe. Otros hubo que murieron de ella. Ya llegaremos a esto. La sala está llena de suntuosas damas, y de selectos caballeros. Los poetas magnos faltan, como temerosos de ser tenidos por cómplices del innovador. Los hombres aman en secreto las verdades peligrosas, y solo iguala su miedo a defenderlas antes de verlas aceptadas, a la tenacidad y brío con que las apoyan luego que ya no se corre riesgo en su defensa. Oscar Wilde pertenece a excelente familia irlandesa, y ha comprado con su independencia pecuniaria el derecho a la independencia de su pensamiento. Este es uno de los males de que mueren los hombres de genio: acontece a menudo que su pobreza no les permite defender la verdad que los devora e ilumina, demasiado nueva y rebelde para que puedan vivir de ella. Y no viven sino en cuanto consienten en ahogar la verdad reveladora de que son mensajeros, de cuya pena mueren. Los carruajes se agolpan a las puertas anchas de la solemne casa de las lecturas. Tal dama lleva un lirio, que es símbolo de los reformistas. Todas han hecho gala de elegancia y riqueza en el vestir. Como los estetas, que son en Inglaterra los renovadores del arte, quieren que sean siempre armónicos los colores que se junten en la ornamentación o en los vestidos, el escenario es simple y nítido.