Paralización de tres días.–Peligros.–Escenas e incidentes.–Actos heroicos.–La gran ciudad en una hora de prueba.–Las calles.–Los trabajadores.–Resurrección
Señor Director de La Nación:
Ya se había visto colgando su nido en una araucaria del Parque Central la primera oropéndola; ya cubría los álamos desnudos el vello primaveral, y en el castaño tempranero, como vecinitas parlanchinas que sacan la cabeza arrebujada después de la tormenta, asomaban las hojas; ya advertidos por el piar de los pájaros de la llegada del sol, salían los arroyos de su capa de hielo para verlo pasar; ya el invierno, vencido por las flores, huía bufando y desataba tras de sí, como para amparar su fuga, el mes de los vientos; ya se veían por las calles de Nueva York los primeros sombreros de pajilla y los trajes de Pascua, dichosos y alegres, cuando al abrir los ojos la ciudad, sacudida por el fragor del huracán, se halló muda, desierta, amortajada, hundida bajo la nieve. Los bravos italianos, cara a cara con la ventisca, llenan ya de la nieve, coruscante y menuda, los carros que, entre relinchos, cantos, chistes y votos van a vaciar su carga al río. El ferrocarril aéreo, acampado dos días en vela siniestra junto al cadáver del maquinista que salió a desafiar el vendaval, recorre otra vez, chirriando y temblando, la vía atascada, que reluce y deslumbra. Los trineos campanillean; los vendedores de diarios vociferan: los limpianieves, arrastrados por percherones poderosos, escupen a ambos lados de la calle la nevada que alzan de los rieles: con la nieve al pecho se va abriendo paso la ciudad hasta los ferrocarriles, clavados en la llanura blanca, hasta los ríos, que son puentes ahora; hasta los muelles, mudos.
Vibra, por sobre la ciudad, como una bóveda, el alarido de los combatientes. Dos días ha podido tener la nieve vencida a Nueva York, acorralada, aterrada como el púgil campeón que se ve echado a tierra de un puñetazo tundente por gladiador desconocido. Pero, en cuanto afloja el ataque el enemigo, en cuanto la ventisca desahoga la primera furia, Nueva York, como ofendida, decide sacarse de encima su sudario. Entre los montes blancos, hay leguas de hombres. En las calles de más tráfico, deshecha bajo los que la asaltan, huye ya en ríos turbios la nieve. Con botafangos, con palas, con el pecho de los caballos, con su propio pecho, van echando la nieve hacia atrás, que recula sobre los ríos.
Grande fue la derrota del hombre: grande es su victoria. La ciudad está aún blanca: blanca y helada toda la bahía. Ha habido muertes, crueldades, caridades, fatigas, rescates valerosos. El hombre, en esta catástrofe, se ha mostrado bueno.
En todo el siglo no ha visto Nueva York temporal semejante al del día trece de marzo. El domingo anterior había sido de lluvia, y el escritor insomne, el vendedor de papeletas en las estaciones del ferrocarril, el lechero que a la madrugada visita las casas dormidas en su carro alado, pudieron oír enroscando el látigo furioso en las chimeneas, como sacudiéndolo con mano creciente contra techados y paredes, el viento que había bajado sobre la ciudad, y levantaba sus techos, derribaba a su paso persianas y balcones, envolvía y se llevaba los árboles, mugía, como cogido en emboscada, al despeñarse por las calles estrechas. Los hilos de luz eléctrica, quebrados a su paso, chisporroteaban y morían. Descogía de los postes del telégrafo los alambres que lo han igualado tantas veces. Y cuando debió subir el sol no se le pudo ver: porque, como si pasase un ejército en fuga, con sus escuadrones, con sus cureñas, con su infantería arrollada, con sus inolvidables gritos, con su pánico, así, ante los cristales turbios, la nieve arremolinada pasaba, pasaba sin cesar, pasó durante todo el día, pasó durante toda la noche. El hombre no se dejó domar por ella. Salió a desafiarla.
Pero ya los tranvías vencidos yacían, sin caballos, bajo la tormenta; el ferrocarril aéreo, que pagó con sangre su primera tentativa, dejaba morir el vapor en sus máquinas inútiles; los trenes, que debieron llegar de los alrededores, echados de la vía por el ventarrón o detenidos por las masas de copos, altas como cerros, bregaban en vano por abordar sus estaciones. Tentaban los tranvías un viaje, y los caballos se encabritaban, defendiéndose con las manos del torbellino sofocante. Tomaba una carga de pasajeros el ferrocarril, sujeto a la mitad del camino, y tras seis horas de esperar presos en el aire, bajaban hombres y mujeres de la armazón aérea en unas escaleras de albañil. Los ricos o los muy necesitados hallaban, por veinticinco o cincuenta pesos, coches de caballo recio que los llevaran paso a paso a cortas distancias. Azotándolos, tundiéndolos, volcándolos, pasaba por sobre ellos, cargado de copos, el viento revuelto.
Ya no se veían las aceras. Ya no se veían las esquinas. La calle Veintitrés es de las más concurridas: y un tendero compasivo tuvo que poner en su esquina un poste que decía: «Esta es la calle Veintitrés». A la rodilla llegaba la nieve, y del lado del viento, a la cintura. La ventisca rabiosa mordía las manos de los caminantes, se les entraba por el cuello, les helaba las orejas y la nariz, les metía puñados de nieve por los ojos, los echaba de espaldas sobre el nevado resbaladizo, los sujetaba sobre él con nuevas ráfagas, los lanzaba danzando y sin sombrero, contra la pared, o los dejaba dormidos, dormidos para siempre, ¡sepultados! El uno, un comerciante, en la flor de la vida, había de aparecer hoy, hundido en el turbión, sin más señal de su cuerpo que la mano alzada por sobre la nieve. El otro, un mandadero, azul como su traje, sale en brazos de sus compañeros piadosos de aquella tumba blanca y fresca, propia de su alma de niño. El otro, clavado hasta la cabeza, con dos manchas rojas en el rostro blanco, y los ojos violáceos, duerme.