La fiesta de Bolívar en la Sociedad Literaria Hispanoamericana

La América, al estremecerse al principio de siglo desde las entrañas hasta las cumbres, se hizo hombre, y fue Bolívar. No es que los hombres hacen los pueblos, sino que los pueblos, con su hora de génesis, suelen ponerse, vibrantes y triunfantes, en un hombre. A veces está el hombre listo y no lo está su pueblo. A veces está listo el pueblo y no aparece el hombre. La América toda hervía: venia hirviendo de siglos: chorreaba sangre de todas las grietas, como un enorme cadalso, hasta que de pronto, como si de debajo de la tierra los muertos se sacudieran el peso odioso, comenzaron a bambolear las montañas, a asomarse los ejércitos por las cuchillas, a coronarse los volcanes de banderas. De entre las sierras sale un monte por sobre los demás, que brilla eterno: por entre todos los capitanes americanos, resplandece Bolívar. Nadie lo ve quieto, ni él lo estuvo jamás. A los diecisiete años ya escribe, pidiendo a su novia, como un senador, y de la primera frase astuta descabeza la objeción que le pudiera hacer el suegro prócer; poco antes de caer de su fogosa monocracia al triste tamarindo de San Pedro, de la lava del poder al delirio de la muerte, escribía a menudo a un general para que herrase los caballos de este modo o de aquel y les bañara los cascos con cocuiza, y a otro le dice, en carta larga y sutil, que aproveche para su objeto, para hacer una república del Alto Perú, todos los recursos y todas las pasiones: con Olmedo se cartea muy por lo fino, quitándole o poniéndole al canto de Junín, como pudiera el más gallardo crítico: y de nervudo análisis, escueto y audaz, hay pocas muestras como su memoria, un tanto malhumorada, de las causas por que cayó la primera república de Venezuela. Pero la naturaleza del hombre, como la de América en su tiempo, era el centelleo y el combate: andar, hasta vencer: el que anda, vence. Su gloria, más que en ganar las batallas de la América, estuvo en componer para ellas sus elementos desemejantes u hostiles, y en fundirlos a tal calor de gloria, que la unión cimentada en él ha podido más, al fin, que sus elementos de desigualdad y discordia: su error estuvo, acaso, en contar más para la seguridad de los pueblos con el ejército ambicioso y los letrados comadreros que con la moderación y defensa de la masa agradecida y natural: mas para ver estas cosas hay que ir a lo hondo, y obligar a la gente a pensar, que es trabajo que suele agradar menos a los petimetres literarios y políticos que el de ponerle colorines y floripondios a la fachada de la historia. Por sus hazañas vistosas y pasmosas es más conocido Bolívar. Del historiador Gervinus al cholo del Perú, todos le ven desensillando el caballo en la agonía de San Mateo, pasando los torrentes y el páramo para ir a redimir a Nueva Granada, envolviendo con las llamas de sus ojos y con sus escuadrones a los realistas de Carabobo, hablando con la inmortalidad en el ápice del Chimborazo, abrazándose en Guayaquil con San Martín entristecido, presidiendo en Junín, desde las sombras de la noche, la última batalla al arma blanca, entrando de lujo al Potosí, a la cabeza de su ejército conquistador, mientras los pueblos y montes le saludan, y en la cumbre del cerro de Plata ondean las banderas nuevas de sus cinco repúblicas. Otros lo ven muerto, casi sin ropa que ponerse, en el espanto de la caída, al borde de la mar: ¡los cubanos lo veremos siempre arreglando con Sucre la expedición, que no llegó jamás, para libertar a Cuba!

La «Sociedad Literaria Hispanoamericana de Nueva York» convidó el 28 de octubre a una fiesta en honor de Bolívar, y fue la ocasión digna del héroe. Henchido estaba el salón histórico de la Sociedad. Altivos argentinos, cultos colombianos, venezolanos valientes, cubanos silenciosos, todos, de toda nuestra América, se saludaban como una nación sola. Nuestra mujer, más galana que nunca, fue, cargada de flores, a la fiesta de aquel que escribía tan abrasantes cartas de amor, y habló tal vez mejor que nunca cuando anunció la libertad a «las hijas del Sol». Presidía, con la faja del mar entre el amarillo y el rojo, y con las siete estrellas blancas sobre el azul, la enseña de Venezuela. ¿Qué tiene, que todos los americanos la ven como la bandera madre? Y la fiesta entera brilló por su dignidad singular, y por un amor como de hijo al que echó el mundo viejo e inútil de nuestro continente. Música escogida llenó los descansos breves del pensamiento. Decir Bolet Peraza es como haber dicho que su discurso presidencial, de oportuna historia y cincelados en, gastes, fue sobrio y majestuoso tributo al creador americano: era como rosa de oro cada luciente párrafo. Un hombre de armas y loras, con el apellido del redentor de la esclavitud en su república, el descendiente de un hombre que astilló mucha lanza española cuando Bolívar, el general Domingo Monagos, leyó un trabajo de peso, en estudio de las fuerzas sociales, y demanda de más realidad y conjunto, y de más oído a la conciencia colectiva, en el arte de gobernar los pueblos que emancipó el caraqueño luminoso. De los poetas de Bolívar presentó cumplidas muestras el señor Enrique Trujillo, que en el correcto discurso halló manera propia de recordar la servidumbre y las esperanzas de Cuba. De noble prosa, realzada por conceptos felices de la obra del Libertador, fue la ofrenda del señor Carlos Benito Figueredo, calzada cuerdamente con unos párrafos como diamantinos sobre la vida de Bolívar, de Eduardo Calcaño, aquel que nos escribía, cuando los años de nuestro honor, su artículo de «¡Fuego!» La cercanía de Patria a José Martí prohíbe decir más ahora que la ternura visible con que, de sus labios de cubano, oyó el discurso ferviente aquella compañía de toda nuestra América: de él sólo recuerda Patria estas palabras: «Quien tenga patria, que la honre: y quien no tenga patria, que la conquiste: ésos son los únicos homenajes dignos de Bolívar.» ¡Y eso, y no palabras, es lo que bulle en el pecho cubano, al recordar aquella solemne noche!: ésta es hora de andar, más que de decir: el que anda, vence. La hermana de Bernabé de Varona estaba en la fiesta, y el presidente le regaló las flores de Bolívar.

Patria. Nueva York, 31 de octubre de 1893