Señor Director de La Nación:
¿Qué es lo que se va a tratar en la conferencia de naciones americanas, que la casa de piedra parda, de ancha escalinata, tiene como aspecto solemne? Unos entran con paso recogido, otros con paso batallador. Los delegados yanquis llegan de brazo, cuchicheando, inquietos. Los grupos no son los de todos los días, lánguidos y como compuestos al azar. Los pocos que se hablan, se hablan de veras. El curioso, poniendo atención, puede oír, como centellas que vuelan, los nombres del combate. “Perú», «arbitramento», «Estados Unidos”, «Argentina», «conquista»; «Bolivia», «Chile». Un delegado de ojos flameantes y perilla militar, se levanta de su sillón, estrujando el número del New York Herald de 12 de abril:—»¿Y para esto me han traído aquí? ¿para convidarme a la paz, y decirme luego que a la sombra del proyecto de paz, del proyecto de arbitramento, se me van a entrar a cañonazos por mi país bueno, por mi país trabajador, por mi país libre? ¿No dice el Herald, sabedor de lo que pasa entre los suyos, que a ir el arbitraje por donde en Washington se quiere que vaya, tendrá el Congreso que dar pronto al ministro de marina los ocho buques que pide, porque «van a necesitar más de ocho buques para mantener la paz entre esos nuestros vecinos del sur, de sesos algo calientes?» ¿ No dice el HeraId, al acabar el artículo, comentando a media burla lo que se quiere en Washington, que «es un gusto saber que al fin y al cabo los vecinos de sesos calientes del sur nos han de pagar las costas?». En un grupo de secretarios congregados en un diván amarillo, leen la entrevista del World, donde el senador Ingalls, el presidente posible de la República, el presidente temporal del senado, vuelve a decir que es su opinión que «dentro de poco todo el continente será nuestro, y luego todo el hemisferio». «¡Arreglemos—dice—nuestras diferencias de casa; juntémonos de mano el oeste y el sud; y trataremos a esos apéndices del Atlántico y el Pacífico con más justicia que la que gastan ellos para nosotros!» Un delegado norteamericano saca de su cartera, de grandes iniciales de plata, el recorte del Sun donde está lo que la Annual Cyclopædia dice de Blaine: «que no fue juicioso lo de mezclarse en la contienda de Chile y el Perú; que el republicano Arthur, el presidente que desautorizó a Blaine, y quitó los poderes a sus enviados intrusos, tenía tanto derecho a mantener la política de abstención como Blaine la de entrometimiento; que Blaine quería, desde 1881, echar a los Estados Unidos de «hermano grande» sobre todos los demás gobiernos del hemisferio».
En esto se iban sentando los delegados a lo largo de la mesa de la conferencia. Zegarra, el peruano, preside, un poco nervioso. De un lado tiene al cubano José Ignacio Rodríguez, experto en ambas lenguas, en el arte de despuntar con la traducción hábil las arengas hostiles, y en desenvolver los casos más intrincados del derecho. De otro está Fergusson, el secretario norteamericano, de bigote pomposo y voz marcial, que toma al vuelo el castellano que oye, y lo vierte al inglés como le suena, sin azucararlo ni ponerle hiel. Por los rincones, la gente menor de la conferencia fuma, se estira el chaleco, se alisa el capuz, habla de damas. Silenciosos, los delegados de habla latina: Henderson, rubicundo, con los labios apretados, preside, al cabo de la mesa, a sus diez delegados que se hablan al oído.
Un niño de calzón corto, que funge de paje, distribuye ejemplares de las resoluciones de la «Unión de Paz Universal» donde Matías Romero, el ministro de México, el vicepresidente de la conferencia, es vicepresidente. Se abre la sesión, en el silencio súbito.
Es el día dramático de la conferencia. Va a discutirse el proyecto de arbitraje. La conferencia ha sido como esas cajas chinas que tienen muchas cajuelas, unas dentro de otras, y a cada una que se quita queda otra cajuela, hasta que de la última sale el misterio de la caja, que era el arbitraje. Será lo que el Herald dice: que el proyecto va a hacer de los Estados Unidos «el alcaide ejecutor de todos los pueblos de Centro y Sud América»,—o lo que el delegado argentino Quintana, alma y voz de la comisión del arbitramento, ha dicho en la comisión, de pie, con la voz ardiente, con la mirada decidida:—»ni naciones presas, ni alcaides criminales”.