Ningún partido político tuvo nacimiento más glorioso que el Partido Republicano de los Estados Unidos, porque ninguno se formó con ambiciones más desinteresadas ni con esperanzas más nobles.
La Constitución de este país estaba manchada por un vicio original: había transigido con la esclavitud de una raza. El Partido Republicano se fundó verdaderamente para limpiarla de esa mancha. No se componía sólo de los mejores entre los vivos. Puede decirse que se componía también de los muertos ilustres. Las sombras de Washington, de Jefferson, de Franklin, de Hamilton, presidían sus sesiones, y los grandes antepasados de la libertad norteamericana, tomaban parte en espíritu en la obra de refundición en que el oro puro iba a separarse de la escoria.
Como lo indica un historiador del hermoso movimiento, las semillas de la esclavitud y de la libertad cayeron a un tiempo en el suelo de este continente. En 1620 el Flor de Mayo trajo los peregrinos a Plymouth, y en 1620 un buque holandés trajo a Virginia veinte esclavos africanos. Jamás se ha visto paralelismo más extraordinario. El germen de la disciplina social que dignifica la obediencia de los ciudadanos, porque priva a la autoridad pública de toda fuerza inicua,–y junto a eso, degradando el trabajo, envileciendo la propiedad, colocan la piratería entre las instituciones fundamentales del país,?la trata de los negros. Así empezaron a vivir los Estados Unidos.
La “Declaración de Independencia” había dicho estas palabras memorables: “Consideramos como la evidencia misma que todos los hombres son iguales”. Pero la Declaración de Independencia fue la expresión genuina del gran espíritu que animaba a los héroes y a los predicadores de la libertad,–el que batalló en Bunker Hill, el que triunfó en Yorktown. La constitución política no fue en cambio sino un pacto; un pacto con el infierno, había de llamarla más tarde Wendell Phillips.
El empeño de establecer la Unión, el empeño, después, de mantenerla, fueron superiores al odio generoso con que en los Estados del Norte, y del Este se miraba la institución infame. Contra la prudencia de ese patriotismo,–que ponía la Unión por encima de todas las ideas y de todos los sentimientos,–tuvieron que proceder, y combatir, los que al mayor precio, aun con su propia sangre, querían borrar la mancha ominosa. Criminales los llamaban en el Sur y fanáticos en el Norte; allá los llevaban a los tribunales, y de los tribunales al cadalso, los propietarios de esclavos; acá, los negociantes y los estadistas, los tenían por gente turbulenta y peligrosa que era preciso acallar y que estaban dispuestos a ofrecer como víctima propiciatoria a las venganzas del Sur. La Unión, vista así, significaba sólo el engrandecimiento material: los grandes sembrados de algodón, los grandes campos de caña, las grandes vegas de tabaco, los alambiques gigantescos. Para que la Unión no fuera solamente eso,–en una noche fría y nevosa, la del seis de Enero de 1832, doce hombres de buena voluntad se reunieron en una iglesia de Boston y firmaron la constitución del partido antiesclavista; eran tan pobres y tan humildes como aquellos de la Galilea, y el Evangelio que iban a sembrar con su palabra en el frío corazón de sus conciudadanos era el mismo sin duda, que sus abuelos, los puritanos, vinieron a leer libremente en este suelo virgen de la América. Para levantarlo sobre la cabeza del esclavo en señal de amparo, y sobre el látigo de los negreros como anatema de condenación, hicieron la magnífica campaña, por cuya proclamación entusiasta, Garrison, su jefe, fue arrastrado por las calles y colmado de insultos; pero que había de terminar con los laureles de Gettysburg, con la proclama emancipadora de Lincoln, con la derrota y el hundimiento portentoso del poder titánico que había alimentado la sangre de los negros, con la enmienda décimotercera de la Constitución norteamericana, que Washington hubiera querido firmar, carta de libertad de cinco millones de ilotas y carta de rehabilitación y de limpieza de treinta millones de ciudadanos.