Exposición de productos americanos

Nos da gozo ver que con nuestro espíritu latino preveemos y aconsejamos cosas que meses más tarde vienen también a parecer muy buenas a los sesudos y laboriosos neo-sajones. Acaso los asiduos lectores de LA AMÉRICA recuerden cómo, hace cosa de un año, abogábamos porque se establecieran en Europa y los Estados Unidos exhibiciones permanentes, u ocasionales a lo menos, de nuestros productos del Centro y Sur de América.

Industrias no tenemos; o las tenemos tímidas y pobres, para utilizar y transformar nuestros productos; pero con productos sí contamos, no menos notables por su novedad que por su variedad, en los que la nerviosa industria europea y norte-americana puede ver fuentes nuevas de riqueza. Más oro y plata que en nuestras ruinas tenemos en nuestras plantas textiles, en nuestra farmacopea vegetal y en nuestras maderas tintóreas y aromáticas. Pero nadie compra a vendedor que no se anuncia, como no va a buscar la Fama al hombre de mérito que no saca de sí palabra ni obra. Los frutos fáciles, azúcar, café, cueros, por su misma abundancia van muriendo, porque como con poco esfuerzo rendían ganancias pingües, todos se han dado a producirlos, y aún se darán: de manera que en todos ellos, con raros accidentes, los mercados rebosan, y en pocos años, vendrá a tierra el precio de estos frutos. La caña de azúcar, hasta en el tallo del maíz, en la calabaza y en la papa está teniendo competidores: el café viene a barcadas de la India. Países industriales ni somos, ni en mucho tiempo podremos ser:–necesitamos, pues, mejorar constantemente nuestros cultivos, ya que nuestra tierra está saturada de estas plantas, y con buena labor las producirá mejor que sus rivales: necesitamos crear cultivos y explotaciones nuevas.

Cuando de estas Exposiciones de cosas de América hablábamos, ¿qué presentaremos, se nos decía, sino trozos de árbol, retazos de piedras y plantas secas? Pues eso, replicábamos contentos, eso presentaremos.–Y eso, más y con mayor cuidado que otra cosa alguna, van ahora a presentar en Inglaterra los Estados Unidos: se han prendado los diarios de esta idea, y la estimulan y ensalzan: «sobre todo, dicen, lo que hemos de cuidar, y lo que por fortuna tendrá prominencia en la Exhibición, es el departamento de productos naturales”. Se ve, por tanto, cómo esta nación próspera, industrial, rival en fábricas de todas las grandes naciones, acreditada y admirada,–no sólo no recibe con desdén, sino con ardor y prisa, la idea de ir a exhibir a otros países industriales los productos de su naturaleza.

Envían las casas de comercio por sobre la redondez de la tierra agentes viajeros que les recaben órdenes: no bien se acredita un telar en Birminghton, una cuchillería en Manchester, una región en Borgoña, una fábrica de electro plata en los Estados Unidos, mandan a hombres despiertos a los más lejanos países a que vulgaricen, recomienden y exhiban el producto nuevo.

Pues las naciones deben hacer como las fábricas y como los viñedos. El que no enseña, el que no anuncia, el que no ofrece, no vende. Nadie compra lo que ignora. En los pueblos industriales, dotados ya de rica y completa maquinaria, despierta un producto, ideas y empresas que en nuestros países no despertaría, faltos como están por lo común de la ciencia, la maquinaria o el caudal para intentar una nueva industria.

En todos los mercados activos, en todas las ciudades comerciales y manufactureras de Europa y Norte América, debieran sostener los países americanos una exhibición permanente de sus productos.

Podía mantener una propia el Gobierno de cada país.

Podían, y esto sería más eficaz, duradero y deseable,–mantenerla, con pequeño sacrificio personal, los productores y comerciantes unidos de cada país.

Podían todos los Gobiernos en común contribuir al mantenimiento de esas pequeñas exposiciones permanentes.

Podía, mientras una exposición permanente se organizaba, establecerse exposiciones ocasionales.

En cada una, libros, monografías, pruebas de lo que con esos productos hacen nuestras artes imperfectas.

Y en la prensa, esta ala, trabajadores constantes.

Un cónsul de Venezuela exhibió hace poco en París y en el Havre una buena especie de café, que entendemos se llama café Bolívar: en los diarios de principio de año nos hallamos con que a los pocos meses ya el café es famoso; y se vende en cantidades grandes y a buen precio, recomendada en artículos especiales y pintorescos por el “Fígaro”, una mercadería que hace un año era enteramente desconocida en Francia.

Con el concurso de los comerciantes y productores de cada país podían organizar los Gobiernos,–o aquéllos con el concurso de éstos, o sin él,–esas Exposiciones de productos naturales en que no desdeñan tomar parte los Estados Unidos.

Todo París bebe ahora, y paga bien, el café Bolívar.

La América. Nueva York, abril de 1884.