Congreso Internacional de Washington II
Su historia, sus elementos y sus tendencias
(2a. y última parte.—Véase el número anterior)
Nueva York, 2 de noviembre de 1889

Señor Director de La Nación:

Y, a ver las cosas en la superficie, no habría causa para estas precauciones, porque de las ocho proposiciones de la convocatoria, la primera y última manda tratar de todo lo que en general sea para el bien de los pueblos de América, que es cosa que cada pueblo nuestro ha buscado por sí, en cuanto se quitó el polvo de las ruinas en que vino al mundo; y de las seis restantes, una es para criar vapores, que no han necesitado en nuestra América de empolladura de Congresos, porque Venezuela dio sueldo a los cascos de los Estados Unidos en cuanto tuvo que mandar, y como pagar; y Centroamérica, con estar en pañales, lo mismo; y México ha puesto sobre sus pies con sus pesos mestizos a dos compañías rubias de vapores, cuando no pensaba en su prole necesitada la superioridad rubia: y es patente que no hay por qué hacer con guía de otros aquello de que se le ha dado al guía lección adelantada. Otra proposición es recomendable; porque entre pueblos llanos y amigos no debe haber fórmulas nimias ni diversas, y conviene a todos que sean unas las de los documentos mercantiles, y las de despachos de aduana, así como lo de la propuesta que sigue, sobre uniformidad de pesas y medidas, y leyes sobre marcas y privilegios y sobre extradición de criminales.

Ni la idea de la moneda común es de temer, porque cuanto ayude al trato de los pueblos es un favor para su paz, y una causa menos de encono y recelo, y si se puede acordar, con un sistema de descuentos fijos o con el reconocimiento de un valor convencional, el valor relativo y constante de la plata de diversos cuños, no hay por qué estorbar el comercio sano y apetecible con la fluctuación de la moneda, ni de negar en un tanto al peso de menos plata, el crédito que entre pueblos amigos se concede al peso nominal de papel.

Ni sería menos que excelente la proposición del arbitraje, caso de que no fuera con la reserva mental del Herald de Nueva York, que no es diario que habla sin saber, y dice que todavía no es hora de pensar en el protectorado sobre la América: sino que eso se ha de dejar para cuando estén las costas bien fortificadas; y sea tanta la marina que vuelva vencedora de una guerra europea, y entonces, con el crédito del triunfo, será la ocasión de intentar «lo que ha de ser, pero que por falta de fuerzas no se ha de intentar ahora». Excelente cosa sería el arbitraje, si en estos mismos meses hubiesen dado pruebas de quererlo realmente los Estados Unidos en su vecindad, proponiéndolo a los dos bandos de Haití, en vez de proveer de armas al bando que le ha ofrecido cederle la península de San Nicolás, para echar del país al gobierno legítimo, que no se la quiso ceder. El arbitraje sería cosa excelente, si no hubieran de estar sometidas las cuestiones principales de América, que han de ser dentro de poco, si a tiempo no se ordenan, las de las relaciones con el pueblo de Estados Unidos, de intereses distintos en el universo, y contrarios en el continente, a los de los pueblos americanos, a un tribunal en que, por aquellas maravillas que dieron en México el triunfo a Cortés, y en Guatemala a Alvarado, no fuera de temer, y aun de asegurar que, con el poder de la bolsa, o el del deslumbramiento, tuviera el león más votos que los que pudieran oponer al coro de ovejas, el potro valeroso o el gamo infeliz. Cosa excelente sería el arbitraje, si fuera de esperar que en la plenitud de su pujanza sometiera a él sus apetitos la República que, aún adolescente, mandaba a los hermanos generosos que dejasen al hermano sin libertar, y que le respetasen su presa.

De una parte hay en América un pueblo que proclama su derecho de propia coronación a regir, por moralidad geográfica, en el continente, y anuncia, por boca de sus estadistas, en la prensa y en el púlpito, en el banquete y en el Congreso, mientras pone la mano sobre una isla y trata de comprar otra, que todo el norte de América ha de ser suyo, y se le ha de reconocer derecho imperial del Istmo abajo, y de otra están los pueblos de origen y fines diversos, cada día más ocupados y menos recelosos, que no tienen más enemigo real que su propia ambición, y la del vecino que los convida a ahorrarle el trabajo de quitarles mañana por la fuerza lo que le pueden dar de grado ahora. ¿Y han de poner sus negocios los pueblos de América en manos de su único enemigo, o de ganarle tiempo, y poblarse, y unirse, y merecer definitivamente el crédito y respeto de naciones, antes de que ose demandarles la sumisión el vecino a quien, por las lecciones de adentro o las de afuera, se le puede moderar la voluntad, o educar la moral política, antes de que se determine a incurrir en el riesgo y oprobio de echarse, por la razón de estar en un mismo continente, sobre pueblos decorosos, capaces, justos, y como él, prósperos y libres?