Señor Director de La Nación:
“Los panamericanos”, dice un diario. «El sueño de Clay», dice otro. Otro: «La justa influencia». Otro: «Todavía no». Otro: «Vapores a Sudamérica». Otro: «El destino manifiesto». Otro: «Ya es nuestro el golfo». Y otros: «¡Ese Congreso!», «Los cazadores de subvenciones», «Hechos contra candidaturas», «El Congreso de Blaine», «El paseo de los panes», «El mito de Blaine». Termina ya el paseo de los delegados, y están al abrirse las sesiones del Congreso internacional. Jamás hubo en América, de la independencia a acá, asunto que requiera más sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos inven¬dibles, y determinados a extender sus dominios en América, hacen a las naciones americanas de menos poder, ligadas por el comercio libre y útil con los pueblos europeos, para ajustar una liga contra Europa, y cerrar tratos con el resto del mundo. De la tiranía de España supo salvarse la América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia.
En cosas de tanto interés, la alarma falsa fuera tan culpable como el disimulo. Ni se ha de exagerar lo que se ve, ni de torcerlo, ni de callarlo. Los peligros no se han de ver cuando se les tiene encima, sino cuando se los puede evitar. Lo primero en política, es aclarar y prever. Sólo una respuesta unánime y viril, para la que todavía hay tiempo sin ries go, puede libertar de una vez a los pueblos españoles de América de la inquietud y perturbación, fatales en su hora de desarrollo, en que les tendría sin cesar, con la complicidad posible de las Repúblicas venales o débiles, la política secular y confesa de predominio de un vecino pujante y ambicioso, que no los ha querido fomentar jamás, ni se ha dirigido a ellos sino para impedir su extensión, como en Panamá, o apoderarse de su territorio, como en México, Nicaragua, Santo Domingo, Haití y Cuba, o para cortar por la intimidación sus tratos con el resto del universo, como en Colombia, o para obligarlos, como ahora, a comprar lo que no puede vender, y confederarse para su provecho y bajo su dominio.
De raíz hay que ver a los pueblos, que llevan sus raíces donde no se las ve, para no tener a maravilla estas mudanzas en apariencia súbitas, y esta cohabitación de las virtudes eminentes y las dotes rapaces. No fue nunca la de Norteamérica, ni aun en los descuidos generosos de la juventud, aquella libertad humana y comunicativa que echa a los pueblos, por sobre montes de nieve, a redimir un pueblo hermano, o los induce a morir en haces, sonriendo bajo la cuchilla, hasta que la especie se pueda guiar por los caminos de la redención con la luz de la hecatombe. Del holandés mercader, del alemán egoísta, y del inglés dominador se amasó con la levadura del ayuntamiento señorial, el pueblo que no vio crimen en dejar a una masa de hombres, so pretexto de la ignorancia en que la mantenían, bajo la esclavitud de los que se resistían a ser esclavos.
No se le había secado la espuma al caballo francés de Yorktown cuando con excusas de neutralidad continental se negaba a ayudar contra sus opresores a los que acudieron a libertarlo de ellos, el pueblo que después, en el siglo más equitativo de la historia, había de disputar a sus auxiliares de ayer, con la razón de su predominio geográfico, el derecho de amparar en el continente de la libertad, una obra neutral de beneficio humano. Sin tenderles los brazos, sino cuando ya no necesitaban de ellos, vio a sus puertas la guerra conmovedora de una raza épica que combatía, cuando estaba aún viva la mano que los escribió, por los principios de albedrío y decoro que el norte levantó de pabellón contra el inglés: y cuando el sud, libre por sí, lo convidó a la mesa de la amistad, no le puso los reparos que le hubiera podido poner, sino que con los labios que acababan de proclamar que en América no debía tener siervos ningún monarca de Europa, exigió que los ejércitos del Sur abandonasen su proyecto de ir a redimir las islas americanas del golfo, de la servidumbre de una monarquía europea. Acababan de unirse, con no menor dificultad que las colonias híbridas del Sur, los trece Estados del Norte, y ya prohibían que se fortaleciese, como se hubiera fortalecido y puede fortalecerse aún, la unión necesaria de los pueblos meridionales, la unión posible de objeto y espíritu, con la independencia de las islas que la naturaleza les ha puesto de pórtico y guarda. Y cuando de la verdad de la vida, surgió, con el candor de las selvas y la sagacidad y fuerza de las criaturas que por tener más territorio para esclavos, se entraron de guerra por un pueblo vecino, y le sajaron de la carne viva una comarca codiciada, aprovechándose del trastorno en que tenía al país amigo la lucha empeñada por una cohorte de evangelistas para hacer imperar sobre los restos envenenados de la colonia europea, los dogmas de libertad de los vecinos que los atacaban. Y cuando de la verdad de la pobreza, con el candor del bosque y la sagacidad y poder de las criaturas que lo habitan, surgió, en la hora del reajuste nacional, el guía bueno y triste, el leñador Lincoln, pudo oír sin ira que un demagogo le aconsejara comprar, para vertedero de los negros armados que le ayudaron a asegurar la unión, el pueblo de niños fervientes y de entusiastas vírgenes que, en su pasión por la libertad, había de ostentar poco después, sin miedo a los tenientes madrileños, el luto de Lincoln; pudo oír, y proveer de salvoconducto, al mediador que iba a proponerle al Sur torcer sus armas sobre México, donde estaba el francés amenazante, y volver con crédito insigne a la República, con el botín de toda la tierra, desde el Bravo hasta el Istmo. Desde la cuna soñó en estos dominios el pueblo del Norte, con el «nada sería más conveniente de Jefferson»; con «los trece gobiernos destinados» de Adams; con «la visión profética» de Clay; con «la gran luz del Norte» de Webster; con «el fin es cierto, y el comercio tributario» de Summer; con el verso de Sewall, que va de boca en boca, «vuestro es el continente entero y sin límites»; con «la unificación continental» de Everett; con la “unión comercial» de Douglass; con «el resultado inevitable» de Ingalls, «hasta el istmo y el polo»; con la «necesidad de extirpar en Cuba», de Blaine, «el foco de la fiebre amarilla». Y cuando un pueblo rapaz de raíz, criado en la esperanza y certidumbre de la posesión del continente, llega a serlo, con la espuela de los celos de Europa y de su ambición de pueblo universal, como la garantía indispensable de su poder futuro, y el mercado obligatorio y único de la producción falsa que cree necesario mantener, y aumentar para que no decaigan su influjo y su fausto, urge ponerle cuantos frenos se puedan fraguar, con el pudor de las ideas, el aumento rápido y hábil de los intereses opuestos, el ajuste franco y pronto de cuantos tengan la misma razón de temer, y la declaración de la verdad. La simpatía por los pueblos libres dura hasta que hacen traición a la libertad, o ponen en riesgo la de nuestra patria.