Es inútil ir a los textos martianos en busca de tratamientos teóricos sistemáticos de un tema. No tuvo tiempo para esos ejercicios metódicos del pensamiento, aunque se pasó la vida proyectando libros, algunos de los cuales suponían ese tipo de pensamiento. La verdad es que tampoco tenía vocación. Era un poeta total, un sintetizador y un integrador, y como tal se comportaba en todos los actos de su vida.
La sorprendente y sólida dialéctica de su pensamiento hace que cuando investiguemos el sentido de algún concepto en sus textos hallemos que se trata de nociones que se mueven en más de un plano de significación y que se ajustan puntualmente al nivel en que están siendo tratados. Así sucede con el concepto de cultura. La tesis cultural central de su programa transformador para las repúblicas de América Latina se encuentra resumida, según sabemos, en el ensayo Nuestra América: «…el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza.»
Ese «hombre natural», como llamó José Martí al hombre auténtico, en armonía con su tiempo y con sus condiciones de vida, sería entonces el verdadero sujeto de la cultura en Latinoamérica, el único capaz de construir una relación armónica con la naturaleza, lo cual es igual a decir que produciría con su accionar una historia y una cultura verdaderamente humanas.
De ese concepto general de cultura, como civilización, que era la palabra de uso frecuente en el pasado siglo, se desprenden en Martí de manera coherente sus concepciones sobre el arte, o sobre lo que hoy llamamos cultura artística, como resultado de todo un pensamiento teórico sobre la categoría de cultura como forma de relación del hombre con la naturaleza, en el que se deslindan las diversas producciones culturales.
Entre esas ideas martianas sobre el arte resaltaría cuatro que me parecen centrales y activas:
En 1882, a raíz de la publicación de Ismaelillo, José Martí expresó reiteradamente su temor de que lo creyeran «poeta en versos» antes que «poeta en actos», otorgando categoría artística a la construcción de la propia trayectoria vital. De lo cual se infiere que para Martí el hombre debía producir o crear los actos de su vida con la belleza y coherencia con que se escribe un poema o se pinta un cuadro. Y ese era el punto más alto de la condición de creador, donde ética y estética se enlazaban inseparablemente.
Más allá de esta articulación, Martí confiere condición artística a la producción misma de la vida orgánica, viendo en los propios protocolos de la herencia, actos creadores que corresponderían a la naturaleza misma. Al reseñar el libro Las leyes de la herencia, de W. K. Brooks, en 1884, expresa: «La vida es una agrupación lenta y un encadenamiento maravilloso. La vida es un extraordinario producto artístico.»
A partir de estos presupuestos de profunda interrelación entre vida y arte, Martí puede fundamentar la radical necesidad de la poesía –entendida como arte o cultura artística en general–, cuando, a propósito de un discurso de Thomas Huxley, escribe en 1882:
La belleza alivia: un canto hermoso es una buena acción: quien da huéspedes al corazón le da compañeros para la amarga vida: un buen canto es un buen huésped. Y ¡cómo duran los versos! Duran más que los imperios en que se cantaron, y que las fortalezas que defendieron los imperios. Troya está en ruinas, no la Ilíada.
Y de esta proposición que afirma la necesidad del arte para el individuo, podemos pasar a la categórica afirmación martiana que reza: » ¡Oh, divino arte! ¡El arte, como la sal a los alimentos, preserva a las naciones!», en un análisis que hace en 1880 nada menos que sobre «El arte en los Estados Unidos», donde escribe también que «la fantasía vigila para que no se corrompan las naciones», con una clara concepción de la función social de la cultura artística como modeladora de la cultura nacional y fuerza preservadora de las tradiciones que le dan confirmación identitaria a un pueblo.
De todo este pensamiento sobre la cultura artística se desprenderá inevitablemente un mandato de propagación de la cultura en general, como suma de conocimientos y logros humanos en su interaccionar con la naturaleza, para que el hombre se ecuentre al nivel de su tiempo.
Pero Martí creerá, con su típica brillantez dialéctica, que una de las vías más eficientes para alcanzar ese nivel de cultura general y especialmente de cultura científica –saber que juzgaba indispensable en el mundo moderno–, será el aprendizaje de la cultura artística: «El arte aviva, agranda y estimula el ojo, y ennoblece, da percepción fácil y ansia de toda cultura», se lee en un texto fragmentario suyo.
De manera que cuando Martí afirma que «Ser culto es el único modo de ser libre» sustenta su propuesta en una sólida concepción de la cultura como fuerza liberadora y generadora de humanismo. Martí no aspiraba al simple logro de un estado general de ilustración, mucho menos a una imposible nivelación cultural igualitaria. Quería mucho más, nada menos que una transformación del espíritu propiciada por una emancipación social efectiva del ser humano.
La cultura artística era uno de los aliados más poderosos de su programa transformador del hombre de Nuestra América.