José Martí y la cultura árabe
Por: Dr. José Cantón Navarro

A José Martí se le conoce, en primer término, como Héroe Nacional y Apóstol de la independencia de Cuba. Además, en el mundo de las letras se le considera como uno de los más altos exponentes de la cultura nacional. Pero hay aspectos medulares de su ideario que no han sido suficientemente estudiados ni divulgados.
Uno de esos aspectos es la dimensión universal de su pensamiento, de sus sentimientos y de su acción revolucionaria.
Su entrega total a la lucha por la emancipación de Cuba y Puerto Rico traspasa los límites de su isla caribeña y de su gran patria latinoamericana: con la independencia de las dos Antillas, busca también la libertad, el progreso y la felicidad de todos los pueblos del mundo.
Lucha en esta isla, porque fue aquí donde le tocó nacer y porque es esta la parte de la humanidad que tiene más cerca; pero en varias ocasiones advirtió que sus objetivos tenían un alcance mucho mayor. Por ejemplo, una vez dijo: “Es un mundo lo que estamos equilibrando; no son sólo dos islas las que vamos a liberar” (3: 142-143).
Nuestro Apóstol fue un enamorado de la cultura universal; estudió la vida creadora de todos los pueblos, y la reflejó admirablemente en sus obras. Resulta lógico, por consiguiente, que encontremos en sus escritos y discursos, en su conciencia y en sus sentimientos, un amor infinito a todos los hombres –sin importar colores, credos ni nacionalidades–, y una solidaridad militante con todos los que pelean contra el vasallaje, las desigualdades e injusticias en cualquier rincón del planeta.
Su denuncia contra esos males, así como su palabra de aliento a los luchadores, va desde los pueblos indios de toda la América, diezmados por la explotación, la humillación y el exterminio, hasta las tribus africanas, víctimas de los colonialistas, traficantes de esclavos e imperialistas; desde los puertorriqueños subyugados, hasta los vietnamitas, cambodianos o hindúes, que pelean bravamente contra el opresor extranjero; desde los mexicanos, con su país cercenado, hasta los irlandeses que batallan por sacudirse el yugo inglés y los polacos que rechazan la opresión zarista.
Y entre los pueblos que gozaron de su simpatía más activa, de su mayor apoyo y defensa, se encuentran los árabes.
Cuando Martí no ha cumplido aún sus 16 años, escribe su primer drama en versos, “Abdala”, en el cual simboliza a Cuba por medio de una tierra árabe, Nubia, que lucha contra el invasor. Son también árabes los personajes de ese drama, sobre todo el protagonista, en el cual se descubre al propio Martí. Además, una mujer nubia representa a la madre del Apóstol, cuyo amor inmenso no le permite comprender ni admitir el sacrificio de su hijo. Así, se reflejan en ese drama los dilemas familiares que tiene el propio Martí, sus sueños e ideales, y su decisión de lucha a muerte contra la dominación colonial. Y todo ello, reiteramos, se desarrolla simbólicamente en un escenario árabe, con personajes también árabes.
A partir de entonces, en todas las etapas de su vida, Martí hallará motivos suficientes para evocar y honrar a esa raza sufrida, laboriosa y rebelde. Entre 1875 y 1895, no hay un sólo año en que falten referencias a esa temática en sus escritos.
Si quisiéramos resumir en sólo dos líneas el alto concepto que estos pueblos le merecían a Martí, bastaría con citar un comentario que hizo sobre un cuadro (“La batalla de Tetuán”) del gran pintor catalán Mariano Fortuny. En ese comentario, el Maestro se refirió a los árabes como “aquellas ágiles y encantadoras criaturas que forman el más noble y elegante pueblo de la tierra” (28: 125).
Afirmación tan precisa no podía reducirse, en hombre de su rigor conceptual y su honestidad, a una bella frase ocasional, sino que entrañaba un conocimiento sólido de los pueblos árabes y una innegable simpatía hacía ellos.
Pienso que las raíces de esta afinidad son numerosas. De entrada, hay que tener en cuenta los principios internacionalistas que guiaban invariablemente al Apóstol; su temprana decisión de echar su suerte con los pobres y oprimidos del mundo, y su conocimiento de las luchas milenarias de los pueblos árabes contra las potencias colonialistas, lo que nos hermanaba con ellos, pues sufríamos parecidas injusticias y peleábamos contra los mismos enemigos.
Por otra parte, el prócer cubano estaba al tanto de la vida azarosa de aquellos pueblos, de su voluntad para vencer las condiciones naturales más inhóspitas, y de la tenacidad indoblegable que mostraban en la defensa de su fe, de sus principios y convicciones.
También contribuyeron a ese conocimiento y admiración la inmensa cantidad de obras históricas y literarias que leyó Martí sobre temas arábigos, y la infinidad de creaciones artísticas que observó y comentó.
Particularmente decisivas resultaron las vivencias de su estancia en Zaragoza y otros sitios de España durante cuatro años, lo que le dio oportunidad de valorar en toda su dimensión el esplendor de la cultura morisca y el aporte de ese pueblo a la cultura universal.
Cuentan amigos suyos de aquella época que durante su permanencia en suelo aragonés aprovechaba los días festivos y sus descansos ocasionales para visitar monumentos históricos y artísticos, sobre todo la Aljafería, y que entre frisos, capiteles y arcos, murallas y jardines, lo embriagaban fuertes emociones. Aquellas visitas le inspiraron versos como estos:

Amo los patios sombríos
con escaleras bordadas,
amo las naves calladas
y los conventos vacíos.

Amo la tierra florida,
musulmana o española,
donde rompió su corola
la poca flor de mi vida. (16: 75)

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