Conocer diversas literaturas es el medio mejor de liberarse de la tiranía de alguna de ellas: así como no hay manera de salvarse del riesgo de obedecer ciegamente a un sistema filosófico, sino nutrirse de todos, y ver como en todos palpita el mismo espíritu, sujeto a semejantes accidentes, cualesquiera que sean las formas de que la imaginación humana, vehemente o menguada, según los climas, haya revestido esa fe en lo inmenso y esa ansia de salir de sí, y esa noble inconformidad con ser lo que es, que generan todas las escuelas filosóficas.[1]
Efectivamente a Martí no se le puede encasillar en ninguna corriente literaria; como él mismo declara y se puede apreciar en toda su obra y explícitamente en sus apuntes, las fuentes de que bebe para la escritura de sus textos son de muy variada índole: desde la literatura griega, pasando por la española de los Siglos de Oro, la alemana, inglesa, rusa, movimientos románticos, en fin de todo lo escrito anteriormente que alcanzó a conocer, que por cierto fue mucho.
Se expresa desde una tradición, particularmente suya: la hispanoamericana, en su caso matizada por un importante aspecto, su realidad colonial cubana vivida en gran parte desde el exilio, pero armónicamente articulada con la tradición europea, y que a su vez es deudora del mundo indígena y del africano. Las asume desde la perspectiva de una problemática propia, suficientemente robusta para responder a la múltiple incitación, con lucidez. Como afirma Roberto Fernández Retamar: “lo que Martí inicia no es una escuela, ni un movimiento, ni siquiera (exclusivamente) un período de la literatura hispanoamericana. Lo que inicia es la toma de conciencia de una época: una época histórica, con su correspondiente literatura.”[2]
Propone como parte de la identidad continental una mirada multicultural, propia de la América Latina, formada por tradiciones coexistentes. Por medio de su singular concepción filosófica, en la que los procedimientos de la analogía universal prevalecen, se encamina a condensar el espacio poético y da lugar al símbolo como lenguaje de la poesía.
José Martí, sin obviar la heterogeneidad que constituye la cultura continental, incluye en su discurso las voces de la otredad. Hay una síntesis en la presentación de las imágenes referidas a nuestra América, pero no transculturación ni mezcla, sino una avenencia de culturas no antagónicas, diferentes.[3] Los saberes, variados y diversos, que trajeron los conquistadores consigo, como se conoce, no influyó igual en todas las regiones, la población autóctona la asumió de maneras diversas, en algunos lugares, coexistieron ambas, en otros se sincretizaron.
Ya en el año 1877 José Martí opta por la fundación de una escritura latinoamericana,[4] que recogiese las esencias del continente. Establece el concepto, nuestra América, que definirá su quehacer literario y su obra política. Fundará, junto con autores, como Manuel Gutiérrez Nájera, o Julián del Casal, entre otros, una literatura ‘extraña’, diferente a la española, pero también diferente a la indígena, una literatura que atrape la esencia mestiza del continente.
Martí describe en varios de sus ensayos y crónicas, una brecha entre el artista y la sociedad, que da origen a una crisis cultural y a un descentramiento general, característico de las transformaciones profundas de la historia humana, las que se manifiestan periódicamente en los estilos de pensar y de crear como el renacentista, el barroco o el romántico. En América, entre 1875 y 1885, aparecen los primeros síntomas de una disgregación sociocultural de la amplitud de estas tres transformaciones.[5]
La obra literaria martiana, si en lo literario incluimos también a la crónica, responde a una consciente voluntad renovadora, a un deseo, y más que deseo, a una necesidad de buscar una expresión puramente americana, reflejo de lo que él entiende por América, y que clama desde su estancia en México:
[1] JM: “Oscar Wilde”, en La Nación, Buenos Aires, 10 de diciembre de 1882, OC, t. 15, p. 361.
[2] Roberto Fernández Retamar: “Naturalidad y novedad en la literatura martiana”, en Valoración múltiple, antología realizada por Ana Cairo, tomo 2, Casa de las Américas, La Habana, 2007, p. 444.
[3] Según Fernando Ortiz, “Entendemos que el vocablo transculturación expresa mejor las diferentes fases del proceso transitivo de una cultura a otra,—en Martí no apreciamos una mezcla de culturas, no hay tránsito de la cultura occidental, cristina, a la indígena, aunque sí hay una síntesis de las culturas indígenas, que las engloba en una sola, Martí incluye a ʿtodasʾ las culturas del continente en sus textos— porque este no consiste solamente en adquirir una distinta cultura, que es lo que en rigor indica la voz angloamericana aculturation, sino que el proceso implica también necesariamente la pérdida o desarraigo de una cultura precedente,— no hay pérdida de valores indígenas, sino que al incluirlas, en una misma imagen, a las cosmovisiones occidental e indígena, le otorga a ambas igual valor, como parte de la identidad cultural latinoamericana— lo que pudiera decirse una parcial deculturación, y, además significa la consiguiente creación de nuevos fenómenos culturales que pudieran denominarse de neoculturación. Al fin, como bien sostiene la escuela de Malinowski, en todo abrazo de culturas sucede lo que en la cópula genética de individuos: la cultura siempre tiene algo de sus progenitores, pero también siempre es distinta de cada uno de los dos. —no hay mezcla de culturas, sino igual valoración de ambas—. En conjunto, el proceso es una transculturación, y este vocablo comprende todas las fases de su parábola.”[3] Fernando Ortiz: Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar, La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1963, p. 103.
[4] Por Latinoamérica entendemos a la América de habla española, basándonos en los criterios martianos relacionados con el idioma.
[5] Cfr. Evelyn Picon Garfield e Ivan Schulman: Las entrañas del vacío: ensayos sobre la modernidad hispanoamericana, Ediciones Cuadernos Americanos, México D. F., 1984, pp. 22 y 23.