“Compactos en espíritu y unos en la marcha”. Martí y la unidad Latinoamericana
Por: Dr. Pedro Pablo Rodríguez

Pedro_Pablo_RodriguezCorren hoy aires que parecen impulsar hacia los caminos de la integración latinoamericana. Tal parece que las cabalgatas de Bolívar, las insurgencias populares de Hidalgo, de Morelos y de otros próceres de la primera emancipación se extienden de nuevo por nuestras tierras para impedir la recolonización globalizadora del capital transnacional de Estados Unidos y para unir los esfuerzos de nuestra América hacia el desarrollo propio.

Desde tal perspectiva es oportuno repasar los finos análisis y razonamientos de José Martí, quien afrontó la primera embestida dominadora estadounidense mediante el llamado a la unidad continental y el intento de contribuir prácticamente a ella mediante la independencia de Cuba.

HACIA EL RESURGIR DEL ESPÍRITU LATINOAMERICANISTA.

Aún se trata de precisar por los estudios de la obra martiana cuáles fueron las fuentes iniciales de sus criterios latinoamericanistas. A Cuba habían llegado en sordina los ecos de la independencia continental, apagados por la dominación colonial española y el temor de los plantadores a cuanto pudiera poner en peligro su lucrativa propiedad sobre los esclavos. Por eso, a lo largo del siglo XIX, las sistemáticas dificultades en la formación de los estados nacionales eran presentadas como prueba del fracaso del republicanismo en la América española, tanto por los defensores de la monarquía como por los entusiastas del parlamentarismo británico y de la república norteamericana.

Los países hispanoamericanos, se repetía una y otra vez, no estaban aptos para el gobierno republicano debido a la incapacidad de sus masas llamadas bárbaras, de indios, negros, mestizos y demás sectores populares. La civilización debía imponerse, bien a sangre y fuego, eliminando a esos elementos considerados retardatarios cuando menos, bien mediante su deculturación a través de la modernización de sus formas de pensar, de su cultura y de sus hábitos de vida.

Los debates políticos e ideológicos solían moverse por los mismos carriles. Los conservadores proclamaban la necesidad de gobiernos fuertes al servicio de las clases propietarias e ilustradas, ya fuera una república oligárquica de pequeñas élites, ya fuera una monarquía excluyente de cualquier mecanismo de consulta y representación. Los liberales, por su parte, coincidían en rechazar a los reyes y a la aristocracia, pero generalmente tenían un sentido de la libertad restringido a los mismos sectores propietarios e ilustrados. Así, en todo el continente hubo caudillos en ambos bandos, más de uno de extracción popular y hasta indio o negro, pero ganados por la cultura, los intereses y las aspiraciones de la oligarquía, que supo servirse de ellos cuando los necesitó.

Por otro lado, esa desconfianza o rechazo profundo ante las masas populares, iba acompañada de una creciente admiración por la modernidad industrial y burguesa que se imponía velozmente por Europa occidental y Estados Unidos. Así se iba imponiendo el ideal del progreso frente al atraso secular continental, que se consideraba forjado, entre otros factores, por la propia dominación hispana, incapaz como metrópoli de ofrecer un modelo civilizatorio moderno.

Sin embargo, ya en la época de Martí varios movimientos de masiva participación popular fueron indicando a los sectores liberales más radicales que para transformar las antiguas estructuras coloniales y arrancar la hegemonía a las oligarquías tradicionales no sólo había que contar con los pueblos sino que se debía atender a sus anhelos.

La guerra mexicana contra el Imperio sostenido por Francia y los conservadores del país, la guerra restauradora contra la anexión de Santo Domingo a España, la Guerra Federal de Venezuela son casos señalados de lo anterior, que contribuyeron sin dudas a afianzar las modernizadoras reformas de corte liberal del antiguo estado y de las sociedades hispanoamericanas.

La isla de Cuba, atenazada por la persistencia del dominio hispano y la esclavitud se encontró con la crisis del sistema productivo durante los años 50 y 60 de aquel siglo ante la necesidad de avanzar hacia la abolición y la independencia. El 10 de octubre de 1868 marcó la clarinada doblemente liberadora —de la nación que surgía y de la esclavitud— que encabezaron al comienzo los hacendados del centro y del oriente y a cuyo llamado acudieron campesinos, esclavos, artesanos y pequeños propietarios de todo tipo. Lo social y lo político fueron desde entonces las dos caras de la misma moneda para el movimiento patriótico insular.

Se creaban condiciones para recuperar aspectos esenciales del ideario emancipador de la primera independencia. Los más radicales comprendían que los males eran similares en toda la región y que se debían abatir de conjunto y a la vez en todas partes. Y en las Antillas españolas, las principales figuras patrióticas fueron la vanguardia continental en la comprensión del peligro que emergía en el Norte ante las apetencias económicas y territoriales de la nueva potencia industrial que ya era Estados Unidos. Se reanimaban los intentos por comprar a Cuba, se proyectó y casi se realizó la anexión de República Dominicana o al menos de la península de Samaná, se intentó tomar la península haitiana de San Nicolás, las producciones de las tres islas —en especial el azúcar— engrosaron al naciente trust azucarero de la costa del Este. Las islas estaban en la mirilla, y su apoderamiento figuraba ya en a estrategia de los más sagaces y decididos líderes imperialistas de Estados Unidos.

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