El camino de las aguas
Por: Lic. Mayra Beatriz Martínez

Mayra_Beatriz“[…] lo que allí tiene lugar
es uno de los sucesos espirituales
más conmovedores de nuestra historia.
[…] ¿Qué estaba sucediendo?
Otra mirada lo envuelve, lo transparenta todo.
Son ellos, es él, somos nosotros.
Aquí hay una hermandad honda y levísima”.
Vitier, 1992

Un centenar de pequeñas páginas de apuntes íntimos, rellenas con letra cambiante, menuda y difícil –letra dibujada en la complicidad del follaje o rasgueada sobre marcha violenta, bajo el cielo encendido o junto a un exiguo candil–, componen los que denominamos hoy, con una simplicidad demasiado incongruente para su fulguración, Diarios de campaña de José Martí. Son su documento final por excelencia. Se inician el 14 de febrero de 1895, en tierra quisqueyana, y quedan inconclusos el 17 de mayo en la manigua redentora, dos jornadas antes de precipitarse, ensangrentado, entre dos árboles cuyos nombres debió haber recién aprendido: acogido, al fin, por la tierra húmeda, avecindado con una corriente que se anunciaba, desde hacía días, turbulenta, y que prologaba su cercanía con lo inevitable.

Cauto y Contramaestre, los Dos Ríos, fueron palabras que acompañaron desde entonces el relato oscuro de esa muerte: aguas que escoltaron su último tránsito, junto a la de la lluvia que alcanzó a bañar al glorioso putrefacto –que ungió sus piecitos desnudos, paseados sobre el fango; la saga espantosa–, sepultado y al tercer día regresado y devuelto a sepultar, tornado ferozmente a la estatura terrenal frente a sus iguales que no lo amaban menos, pero que no lograron, entonces, preservarlo: el arcángel Quintín, de ojos amarillos, revoloteando en sus cercanías con sus serafines negros; el Chino en la distancia, desolado, escribiendo páginas tristes en su propio cuaderno, tras la noche que le había caído encima aquel mediodía donde había salido, en vano, en busca de su otro Palo Seco; la mujer dolorosa, en la mayor lejanía… Y al cabo, tras el acoso, la cinta azul de la niña –el membrete de hermano ante los ojos del oficial enemigo–, que fue como el ticket para una entrada a la inmortalidad con cierto decoro, por sobre de tanta tremenda inmundicia… Fue demasiado dolor, que no se creía. Días confusos, hasta la noticia indudable.

Pero antes, durante más de tres meses, fueron las aguas limpias –pero aguas lustrales al fin– del avance al regreso. Las aguas que acunan, que conducen, que espejean la mirada de asombro del Delegado. Desde la bahía de su frío Nueva York, y el hogar hermoso improvisado por tantos años; a través del Atlántico, pernoctando escasamente en una pequeña isla de fortuna, hasta las costas más cálidas de la vecina afable, La Española, con sus dos caras dispuestas –su destino blanquinegro: Dominicana y Haití lo acogen.

El pequeño grupo toca apenas Cabo Haitiano, donde se les suman para orillear juntos hasta el San Fernando de Monte Cristi. Con el curso del Yaque, largo, por guía y hacia las profundidades del valle fértil del Cibao, van los amigos a los amigos, quienes aguardan punteado el camino –que sus páginas recogerán–, y a los preparativos –que solo nos es dado adivinar. La primera parada importante, justo en Laguna Salada, donde el General lo conduce a su hogar pulcro y, luego, a la espera impaciente en Santiago de los Caballeros, junto al curso que sigue corriendo con una urgencia que ellos desearían.

No, no se les presenta muy propicia la anchurosa Samaná como puerta al Caribe, y, ante la incertidumbre, hay que retroceder, aprovechar el tiempo, traspasar dinteles, solicitar ayudas, comenzar a escribir un diario que nunca concluirá. “Revolución en Oriente y Occidente” anuncia el cablegrama y todo se dispara. Él, con el hijo del General, a Dajabón y al Masacre, que lo baña, donde no hallan lo que buscan. Tampoco, ya en solitario, en Fort Liberté, abierto hacia la bahía de Manzanillo, al lado negro de la isla. Pero sí hay gestión de armas en Cap-Haïtien –otra vez frente al mar–, que luego llegarán de manos del médico compatriota.

Tras el regreso, el cambio definitivo de planes, abandonando Samaná. Se ajustan para salir del propio Monte Cristi, los seis. En la Brothers, hasta Gran Inagua y un nuevo desaliento; pero la vista del carguero que llega a puerto cambia definitivamente el rumbo: el Nordstrand los devuelve furtivamente al Cabo y, tras la escala leve, es la noche definitiva en el mare nostrum. En las inmediaciones orientales de la Isla, bajan bote, a plena borrasca, empapados. Se despegan de las altas bordas del carguero, mole imponente que se borra tras la pared de agua, y tocan tierra solo horas después.

Acá es más expedito el auxilio: remontan el Tacre entre vecinos, crecido, lo recruzan a la cintura; trepan hacia Arroyo Carlos y es el ascenso, también, a mayor general, “con la cañada abajo”. Hacia el Jojó, pues, que los moja seis veces hasta abrirles sus hoyas frescas y los prepara a la subida recia de Pavano. Y al “Guayabo” encañonado –que es Yacabo, y premia con sus mangales–.

Todos son campamentos a la orilla; el baño, “la caricia del agua que corre: la seda del agua”. El Palenque, que sigue, y repiquetea, es de naranjas agrias y falda de montes pedregosos. Amenaza. Las alpargatas se mojan en los pasos y se adhieren los recuerdos: El Yareyal, La Talanquera, El Pozo Prieto… siguiendo el curso cimarroneado donde, sin cesar, pregunta: todos los seres, el versus uni que apunta cadenciosamente sobre el papel, el universo que explica el universo. Y se celebra El Brillante: cruce feliz por el tibio y pleno Sabanalamar, ancho como su palabra –“cascadas y hoyas, y grandes piedras”–, capaz de darles la salida al claro, muy cerca de San Antonio y, otra vez, a la candente costa del sur.

Los Ciguatos es la próxima corriente: el árbol caído “sobre la primer poza”, se agradece: campamento, camino, “correr el agua limpia”; y por el cañadón raudo –porque desde el Palenque los siguen. Un más allá del mucaral fatigoso y el cruce de la empinada sierra de El Maquey: “redondo tiroteo” –el primero–, en Arroyo Hondo. Y, a la altura de su Paso de Baracoa y en la reunión con el formidable hermano del Titán –el sobreviviente de la Honour, con sus “manos arpadas”, quien viene aún a protegerlos–, le entregan su caballo.

La fila cansada, de ocho horas, va a dar a “la última agua”, a la vera del Jaibo; y de ahí, casi sin pausa, al Iguanabo, junto al meandro en que habrán intensas horas de trabajo; que se pone al día: órdenes, cartas, historias, diario. Van en busca, entonces, de los cafetales fértiles, alimentados por el sinnúmero de arroyos dulces sobre blancos lechos de lajas. Todos se parecen en “lo hondo del vasto verdor”: la Majagua es apenas uno, hilando en lo bajo del puentecito. Pero urge salir a la generosa planicie, “con la fuerza toda” a los cañaverales, a engarzar la entrevista difícil de los tres grandes, que termina en rancho fangoso.

La mañana siguiente es limpia en cambio: el hondón del campamento antiguo sella heridas. La entrevista es clara sobre las piedras, junto al cauce en el bajío, del Majaguabo. Sabana de la Burra se presta a los pasos lentos y el calor a la cabeza, hasta lograr el descanso junto al Jagua. Prefieren el avance por El Mijial tímido y, luego –menos mal–, bajo la lluvia recia, llegan al Hato Enmedio, el de la hierba verdísima “ahogada del aluvión”.

Todo apunta, pues, hacia el que domina: al cabo de los días, es el Cauto, testimoniante de otras guerras. Un camarada ante el cual el General se postra. La naturaleza estalla con sus aguas. Y las páginas del diario: “Las barrancas feraces y elevadas penden, desgarradas a trechos, hacia el cauce, estrecho aún, por donde corren, turbias y revueltas, las primeras lluvias. De suave reverencia se hincha el pecho, y cariño poderoso, ante el vasto paisaje del río amado. Lo cruzamos, por cerca de una seiba, y, luego del saludo a una familia mambí, muy gozosa de vernos, entramos al bosque claro, de sol dulce, de arbolado ligero, de hoja acuosa. Como por sobre alfombra van los caballos, de lo mucho del césped. Arriba el curujeyal da al cielo azul, o la palma nueva, o el dagame, que da la flor más fina, amada de la abeja, o la guásima, o la jatía. Todo es festón y hojeo…”.

Culminan así, en deslumbramiento, sus últimos días de campaña: su intensísima aventura –adventura, advenimiento… Había sido el gestor, y hasta allí su conductor y “agonista”: el combatiente, según los antiguos. El Delegado, érase transmutado en recién llegado al combate, a lo largo de los sucesivos potreros, a la margen del torrente, que venía “con su curso ancho en lo hondo, y a los lados, en vasto declive, los barrancos…”.

Sólo ocho jornadas después y el General se aleja por vez primera: visita, a guerrear, los alrededores. El Combatiente espera en los Dos Ríos, con solo doce hombres, y hay cena; no de pan y vino, pero sí sabrosa, de plátanos, que asan, y tasajo majado. Y el muy humilde “jarro hervido en dulce, con hojas de higo…”, que se nos queda suspendido, sobre la última línea.

Entonces, se inicia el avance a contracorriente, más delante de la confluencia de las aguas profundas: dos fechas después del fin del su manuscrito, acampan en la Vuelta Grande donde se prevé un encuentro de amigos indispensable. A mediodía, se le escucha en silencio: el discurso que vibra es –contra toda apariencia, por sobre todo pronóstico– el umbral de quien se marcha. Muy cerca, muy pronto, mojará en vida por última vez sus pies, aferrados a los estribos; porque salen en pos del sorpresivo combate: el Contramaestre, en su plena creciente, lo besa a la altura del vado de Santa Úrsula, cuyo nombre hermoso –de virgen masacrada– no alcanzaría ya nunca a anotar.

(Texto introductorio a la más reciente edición crítica de los Diarios de campaña de José Martí, preparada por la investigadora Mayra Beatriz Martínez. Centro de Estudios Martianos, 2007)