Por toda nuestra América empieza a mostrarse el deseo–como si ya hubiese comenzado a cuajar el alma continental–de conocer, por sus raíces y desarrollo, la composición de los pueblos americanos. La política no es la ciencia de las formas, aunque sea esto en mucho; sino el arte de fundir en actividad pacifica los elementos, heterogéneos u hostiles, de la nación: y lo primero es conocer al dedillo estos elementos, para no intentar nada que haya de chocar contra ellos, e irles acomodando gradualmente aquellas novedades foráneas que fuesen de posible y útil acomodo. Ya para nuestra América pasó, por más que acá o allá no lo parezca aún, aquella época ardiente y alocada, aquella época de mocedad y de romance, en que pueblos y hombres tienen por bello todo lo que lo parece, y abogan, en su ansia de crecer, por cuanto viene de modelos ya crecidos. Aquella época constitucional rudimentaria, en que la ignorancia impaciente llevó a la imitación confusa, en que el anhelo de romper los moldes que nos reducían la vida llevó a la aceptación ligera de los moldes nuevos en que se habían echado a hervir civilizaciones distintas; aquella época de abnegación sobrehumana y frenética que fue indispensable para acumular y confirmar, de modo que no se la pueda ya vencer, el alma nueva, ha pasado para los pueblos americanos. La libertad parece ya segura: no lo están aún sus métodos, pero su espíritu lo está: el que niegue al hombre un ápice de su decoro, o quiera vivir sobre los hombres, ya no puede vivir en América: lo que importa ahora es ver cómo se vive en paz y abundancia dentro de la libertad. Lo que importa es que le nazcan a la libertad hombres reales.
Y de que le van naciendo, por todas partes a la vez, no hay prueba mejor que esos estudios de orígenes en que, como por simultáneo acuerdo, se empeñan los talentos sagaces de la nueva generación. Apenas sabemos en nuestra América los unos de los otros, pero todos vamos a una, como movidos por secreto resorte, estudiando, allegando, proponiendo lo mismo. Saberse de memoria a Taine no vale tanto, para gobernar el territorio de Tepic, como conocer hombre a hombre y costumbre a costumbre el territorio. Ni con galos ni con celtas tenemos que hacer en nuestra América, sino con criollos y con indios. Lo que Sarmiento, el primero, hizo en la Argentina con su libro fundador, su famoso «Civilización y Barbarie», lo hacía Justo Sierra hace un año en México. Es necesario conocernos para gobernarnos. Es necesario estudiar la potencia de nuestra virtud, para no fiar de ella, ni desconfiar, más de lo justo;–y las causas de nuestros defectos, para irlos aminorando gradualmente con la aminoración de las causas. Un defecto a veces ¿qué es más que la forma y tesón de una virtud?–A esa clase de trabajos de raíz, de estudios, de elementos, corresponde el libro nuevo de Frank W. Blackmar, «Instituciones Españolas en el Sudoeste», en los Estados del Norte que fueron antes de México.
De España le vinieron a México sus instituciones coloniales: y de Roma le vinieron a España las suyas: sólo que, como Blackmar dice sagazmente, Roma respetó la constitución del país donde la hallaba, y no envió la suya sino donde no la había aborigen; mientras que España desalojó las leyes nativas con las suyas de afuera, sin haber logrado exterminar la población que en siglos de desenvolvimiento genuino creó las leyes que le exterminaba. Y a Roma va a buscar Blackmar el origen de las instituciones de California. Ve persistente en América, a pesar de la rebelión sorda y secular y salvadora del indio, la ley romana que persistió en España, a pesar de godos y de moros, y triunfó al fin de ellos. El municipio es lo más tenaz de la civilización romana, y lo más humano de la España colonial. El municipio de San José de los Ángeles, el municipio típico, de diez mil acres arables repartidos en suertes de a doscientas varas, «¿qué es más que el municipio de Roma, con sus decuriones y sus duunviros?» Allá en Buenos Aires, cuando San Martín ¿no se llamaban decuriones los regidores? allá en Cuyo magnífica, donde San Martín pensó en pasar los Andes, y organizó el paso San Martín, allá en su Cuyo, hizo lo que los romanos: no tocó a las instituciones nativas, obtuvo todo lo que pedía, no sólo porque era justo, sino porque lo pedía por las autoridades propias del país, y conforme a las instituciones y nombres del país. Sobre los indios puso España a Roma: por eso anda así la América. Pero del municipio no se ha de decir mal, porque por un municipio, por el de Mósteles, volvió España a la fuerza y decoro que depuso de siglos atrás, y por los municipios, en las más de las colonias, entró en la libertad la América. Esa es la raíz y esa es la sal, de la libertad: el municipio. Él templa y ejercita los caracteres, él habitúa al hombre al estudio de la cosa pública, y a la participación en ella, y a aquel empleo diario de la autoridad por dónde se aquilata el temple individual, y se salvan de sí propios los pueblos.–Blackmar atiende en su libro más a la ley escrita que a la costumbre, y toma a veces por real lo que no era más que ley «acatada y no cumplida», que es como juzgar la colonización española por las leyes de Indias: en lo formal ha penetrado más que en lo real: la originalidad del municipio californiano, del pueblo, la halla en el repartimiento de sitios a los pobladores que quieran entrar en crianza: primero fueron de una legua estos sitios de ganado, y luego fueron de más, hasta que la ley tuvo que fijar un límite de once leguas por poblador. Ahí ve Blackmar el origen de aquellas grandes haciendas de los californianos.