Hoy, aquí, con nosotros
Por: Guillermo Castro

La grandeza y la trascendencia de Martí no le vienen sólo de sus méritos personales, sino además de la labor que lo llevó a ser el primero entre sus iguales de Cuba y la América hispana.

Nacido en 1853, tenía 42 años al morir. Dejaba, tan joven, una obra literaria, cultural y política que ya abarca más de 25 tomos, escrita con un dominio nunca superado del potencial expresivo de la lengua española. Y nos legaba además el acto primero de una época nueva en la historia de nuestra América, cuyos conflictos, contradicciones y promesas siguen definiendo los términos en que ejercemos nuestra existencia, y el juicio que ese ejercicio merezca.

La muerte en combate de José Martí el 19 de mayo de 1895 confirma lo que afirma el himno marcial de los cubanos: morir por la Patria, en efecto, es vivir. Pero, además y sobre todo, confirma lo que él advirtió a sus compatriotas en el Manifiesto de Montecristi, conque los convocaba a seguirlo en la contienda a la que entregaría su propia vida apenas dos meses después. “Honra y conmueve pensar”, dice allí,

que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral en América, y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo[1].

Aquella independencia por la que luchaba era a un tiempo la misma y otra que aquellas por las que había luchado el resto de las naciones hispanoamericanas entre 1810 y 1825. La misma, porque tenía como objetivo la creación de un Estado nacional independiente en las últimas colonias de España en América. Y otra, porque la lucha contra el dominio colonial español sobre Cuba y Puerto Rico, iniciada en 1868, entraba en su fase final en una circunstancia entonces inédita.

“En el fiel de América”, decía entonces Martí, “están las Antillas”

que serían, si esclavas, mero pontón de guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el poder, – mero fortín de la Roma americana; – y si libres- y dignas de serlo por el orden de la libertad equitativa y trabajadora – serían en el continente la garantía del equilibrio, la de la independencia para la América española aún amenazada y la del honor para la gran república del Norte, que en el desarrollo de su territorio – por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles – hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo -… Es un mundo lo que estamos equilibrando:  no son sólo dos islas las que vamos a libertar.[2]

En la América nuestra del siglo XIX, en efecto, se iniciaba entonces la crisis que llevaría al desplome, a partir de la Revolución Mexicana de 1910, de aquel Estado de carácter liberal en lo económico, conservador en lo político y reaccionario hasta el tuétano en lo social, que mantenía vivo entre nosotros el espíritu de la colonia. Así, el momento en que Cuba se acercaba a su segundo intento de obtener la independencia mediante el recurso a la guerra coincide con aquel en que va siendo evidente la incapacidad de aquel Estado oligárquico para representar el interés general de las jóvenes Repúblicas hispanoamericanas.

Ahora, quienes pasaban a un papel de primer orden en el planteamiento de los problemas de relación entre la soberanía nacional y la soberanía popular en un mundo nuevo, eran los representantes de una generación de intelectuales y políticos provenientes de una pequeña burguesía formada en el servicio público, la vida política y las profesiones liberales. Esa generación de intelectuales nuevos llegaba dispuesta a luchar por hacer realidad la promesa pendiente de crear, en las antiguas colonias de España en América, Repúblicas verdaderas, construidas con todos y para el bien de todos.

En toda la América hispana esa intelectualidad madura con rapidez a partir de la década de 1880, y mantiene entre sí intercambios, solidaridades y contactos en los que Martí desempeña un notable papel. Así lo muestra el hecho de que una parte sustantiva de su obra esté compuesta por la correspondencia con que acude a esa tarea colectiva, y los artículos de prensa en que va dando cuenta del modo en que expresa la construcción de una visión nueva de la América hispana, y de su lugar en el mundo.

La grandeza y la trascendencia de Martí no le vienen sólo de sus méritos personales, sino además de la labor que lo llevó a ser el primero entre sus iguales de Cuba y la América hispana. En él encontramos la expresión más alta de un proceso histórico que planteaba demandas culturales y políticas que sólo podían ser encaradas por intelectuales capaces de actuar desde organizaciones de complejidad adecuada a la solución de los problemas que el viento del mundo, y sus propios huracanes interiores, planteaban a nuestras sociedades.

De ese tipo de organizaciones fue el Partido Revolucionario Cubano organizado por Martí y sus compañeros en 1892, que se propone conquistar el poder político para transformar las formas de vida y mentalidad que constituían el legado peor del origen colonial de su sociedad, de modo que pudiera incorporarse con voz y propósitos propios al mundo moderno. Por esto, la contienda a que convoca el Partido Revolucionario Cubano en 1895 ya no es la última guerra de independencia, sino la primera de liberación nacional en nuestra América.

En esta relación entre el intelectual como organizador, y la organización desde la que actúa, Martí se nos presenta a un tiempo como el productor y el fruto de la más fecunda y trascendente de sus obras. Caso singular éste, que alienta la esperanza en tiempos de confusión e incertidumbre, en que la circunstancia de mayor dificultad y atraso político contribuye a estimular la propuesta estratégica más audaz, y de más largo aliento.

Ese proceso de construcción de sí, y de sus medios, encuentra una de las mejores expresiones de su punto de partida y su necesidad en aquellos apuntes de 1884 en que se decía a sí mismo que nuestra América estaba “en tiempos de ebullición, no de condensación; de mezcla de elementos, no de obra enérgica de elementos unidos. Están luchando las especies por el dominio en la unidad del género…”[3]

Y cómo asombra la certeza con que siete años más tarde llega a conclusiones justas, precisas y eficientes sobre el carácter de esa esencia, y las formas de darle expresión, en “Nuestra América”, ese ensayo – manifiesto que constituye el acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad. Allí dirá que el origen de nuestros males radica en que está pendiente de solución el problema de la independencia, que “no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu”. Y que precisamente por eso, la América nuestra debe ser comprendida y creada desde sí, porque en ella no hay en ella batalla “entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”[4].

¿No nos suena cercana acaso esa observación? Hoy empiezan a parecer distantes los últimos treinta años de dominación neoliberal, cuando era mal visto y desdeñado el esfuerzo de pensar por cuenta propia, y trabajar en la formación de los intelectuales que nuestros países requieren para enfrentar los problemas que ese pensamiento propio identifica como fundamentales.

Hoy, ante la bancarrota ideológica, cultural y política del neoliberalismo, puesta en evidencia en cuanto empiezan nuestros pueblos a hacerse oír tras el estupor inicial de la imposición del que fuera (justamente) “Consenso de Washington”, descubrimos que nuestra América vuelve a la lucha por hacerse dueña de su propio destino al calor de movimientos sociales nuevos. Toman forma entre nosotros, otra vez, objetivos de complejidad cultural y política renovada, que demandan una revolución democrática que otorgue sentido pleno a la obra de construcción de nuestros Estados nacionales.

Culminan ahora los tiempos que Martí anunció. Están ante nosotros, otra vez, las tareas que él emprendió. Por lo mismo, es justo y necesario llamar a difundir y proteger lo mejor de su legado. Él está aquí, con nosotros, como nosotros estamos en él.

Alto Boquete, Panamá, camino al 19 de mayo de 2022

[1] “Manifiesto de Montecristi”, 25 de marzo de 1895. Obras Completas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, Tomo 4, p. 101.

[2] Idem., p. 142.

[3] “Cuaderno No. 5”, en Cuadernos de Apuntes, ”. Obras Completas, ibid., Tomo 21, p. 164.

[4] ”. Obras Completas, ibid., Tomo 6, pp. 17 a 19.